La Niña en la Higuera



A la mujer que me dio lo más preciado.
Mi madre y su tiempo.





Capítulo I

En La Higuera

U

na niña juega a recordar arriba de un árbol.  Una preciosa higuera es su felicidad.  En las raíces están sus sueños de niña princesa, en lo profundo de esas raíces están sus recuerdos de infancia sin tiempo. Cada grieta del tronco, recuerdan como cicatrices los caminos a lo alto de las ramas, su sonrisa entre las hojas se dibuja junto a sus bellos anhelos.  No le fue fácil llegar allí a recostarse entre sus ramas a escuchar los zorzales que le cantaban solo a ella.  No le fue fácil llegar a ese lugar, a sentir el viento cantando con sus grandes hojas su nombre.  Lucía.
         Tenía unos catorce años en ese entonces. Ella nació en Santiago en 1932 y cuando muy pequeña vivió con Anita su abuela, su madre Clarisa y sus dos hermanos Félix e Ismael, en un antiguo cité de la vieja comuna de Recoleta  en la calle Santa Filomena, frente a una iglesia con el mismo nombre.  A ninguno de los tres, los reconoció legalmente su padre. Sus dos hermanos, muy pequeños, ya a los nueve años salieron a “cartiar” como decían en  esos años, a los trabajos por propinas, pequeños trabajos para sus pequeñas manos, trabajos  de cinco centavos o solo unos pocos pesos.
         Ella muy pequeña, se acordaba de las promesas del “Gobernar es Educar”, se recordaba celebrando junto a sus hermanos y sus vecinos en la calles, con challas y serpentinas, ella recordó su esperanza y su alegría con su niñez viva  y que también celebró como muchos los nuevos vientos. Celebró, aunque nunca fue a la escuela y sus hermanos tampoco. 
         Recordaba allá arriba en el árbol, con sus ojos bien abiertos y respirando el aire tibio de primavera, mientras el sol calentaba la tierra seca y  cerca de ahí se levantaban los remolinos, arrastrando papeles y las hojas del otoño anterior.  Las casas parecían derretirse bajo el sol en un amarillo crema y gris oxidado. 
         Ya cumplido los nueve años más o menos se acordaba, tuvo su primer trabajo ella también, a la salida del crematorio de coronas del Cementerio General, recolectaban junto a su abuela y a sus hermanos, los alambres con los cuales se confeccionaban las ofrendas florales.  Alambres  chamuscados, que limpiaban, estiraban y enrollaban de nuevo, para finalmente, venderlos en las florerías de la pérgola en la Alameda a un costado de la antigua Iglesia de San Francisco, cincuenta pesos de la época valía un kilo del material.  Estuvieron un buen tiempo haciendo esto, hasta que se cansaron de los abusos y las estafas, ya que,  los compradores nunca contaban y pesaban bien los kilos de alambre y como era los únicos que necesitaban y compraban, ellos imponían las condiciones y si los recolectores no aceptaban sus cambiantes reglas, simplemente no les compraban.  Al recordar esto la envuelve su rabia y su  orgullo, se mezcla la nostalgia y la pena, pero ahora allá arriba en la higuera estaba todo bien, todo tranquilo, en paz como le gustaba a ella, los pájaros desviaban sus pensamientos a ratos y se acordaba de su enamorado.  Ha instantes se fijaba en la pequeña nube que ponía acento al cielo y respiraba profundo y sonreía.  Y de nuevo venía la rabia, y  de que les servirían a ellas un montón de alambre negro se preguntaba, tenían que venderlo al precio que pagaran.         

            Quizás fue un juego de niños ayudar a su abuela, la verdad si era un juego las reglas no se cumplían, la injusticia en los juegos siempre terminan mal.  Se acordó de las vecinas que siguieron trabajando en eso. Las marcas de esta injusticia se le graban en la memoria quizás remplazando, opacando y apartando los bellos momentos, que de seguro, también vivió en esos lugares, de todas formas recuerda esa época con un cariño nostálgico y con un intenso orgullo interior que se contradice con su enorme humildad externa de niña princesa. Mientras está en la higuera sus ojos se llenan de colores,  flores de la pérgola, centenares de gotas de acuarelas, violetas, amarillas y rojas, recordará los juegos fugaces, lo anhelos infantiles de un mundo distinto, las bromas de su abuela y las travesuras de Ismael.
También, recuerda que cuando ya había cumplido diez años, anduvieron de casa en casa tratando de emplearse, pero era muy difícil, a su abuela no la aceptaban en los trabajos por ella, siempre querían mujeres solas, sin niños. De su madre no se recuerda, prefiere evitar el recuerdo al parecer, quizás pensar en otra cosa. 
En ese mismo año, un fatídico año triste,   fallece su hermano Félix de tísico, como se le llamaban a la tuberculosis en esos años, él era joven para ese fatal destino, parece que cualquier persona es joven para esa trágica enfermedad.  Corta una hoja como dejando un poco de rabia, y ya no quiere recordar que ese mismo año, muy poco tiempo después su hermano menor Ismael también corre el mismo destino por parte de la misma maldita enfermedad que nunca entendió mucho,  recuerda con tristeza y sin saber porque ella sobrevivió.  El era el más cercano quizás por la edad, quizás por los juegos que compartieron juntos.  La infancia parece desaparecer, mientras un par de gorriones pelean en las puntas de las ramas.
Los recuerdos aparecen desordenados en tiempos y espacios, vuelve a recordar a su hermano y como una aventura inolvidable y triste de su niñez, digna de canción y poema, recuerda  cuando su padre la invitó a comprarse un par de zapatos, cerca de la vieja Avenida Matta. Su padre, al parecer en esas calles de barrio viejo se encontró con alguien y en realidad nadie sabe lo que pasó por su mente, pero él la dejó esperando sola y se fue con destino desconocido o al menos eso quiere recordar. Ella abandonada, pequeña en una de las esquinas o a media calle, mirando triste con su vestido sucio y zapatos viejos después de un largo rato sentada en la cuneta,  vio a su hermano que pasó rápido, colgaba del Trolebús que pasaba por esa calle vieja, ella llenó sus pequeños pulmones de aire, gritó fuerte sacando su voz de niña y su hermano saltó del trole y la  sacó de esas calles y la devolvió a su casa.  Todavía especula con lo que hubiese pasado si su hermano no pasa por esa calle a esa hora y que hubiese pasado si ella no lo hubiese visto.             
Ella todavía niña, no se daba cuenta de las cosas que pasaban en el mundo, en ese tiempo  en 1939 llegaba al país desde Europa el Winnipeg, un barco repleto de 2.200 inmigrantes españoles arrancando de la guerra civil de ese país. Se embarcaron gracias a una iniciativa de Pablo Neruda y  en Europa se escuchan los primeros ruidos de la segunda guerra mundial, una guerra que no respeto distancias para sembrar miedo y hambre.
Ya sola con su abuela, consiguieron un trabajo donde debían cuidar unas canchas, no recibían pago, solo ganaban el derecho de vivir en ese lugar. Aquí estuvieron varios meses.
En un momento su abuela, quizás por desesperación y en circunstancias que ella no se enteró o que simplemente no recuerda, cuando Lucía tenía once años  de edad, la empleó sola en una casa puertas adentro, donde la pasó realmente mal, la señora dueña de casa le compraba ropa y zapatos y le daba comida por trabajar como empleada.  Pasó un largo y triste tiempo en esa casa de la cual no guarda muchos detalles, al parecer no se quiere acordar, prefiere mirar las nubes a través de las hojas.  
Si se acuerda del aquel día cuando fue a visitarla su abuela, ella rompió en llanto y pidió entre lágrimas que la sacara de ese lugar, después de un rato pudo convencer a su abuela, pero la señora de la casa, no muy contenta y en un acto que creo jamás nadie comprendería, le pidió que le entregara y devolviera todas las ropas y zapatos que ella le había comprado.  Ella, Lucía   le entregó todo, parece haber borrado también de su cabeza todo lo que pasó, pero entregó todo con tal de ir con su abuela.


El viento otra vez y su juego, hace sonar suave las hojas y el día refresca, y Lucía está tranquila, contenta, ya solo son recuerdos.[1]
 







Capítulo II

En Primavera 


A
 lo lejos se escucha unas campanas, es domingo y son las seis de la tarde, los perros le ladran a un ciclista que pasa rápido por la calle.  Ella se despierta del letargo, parece acordarse de algo que dejó sin terminar o algo que quiere hacer, baja de la higuera con energía y entusiasmo, como con apuro.  Camina rápido y la felicidad suave se dibuja de nuevo en su rostro, parece preocupada por algo o ingeniando algo, quizás alguna travesura.  Las palomas vuelan asustadas a su paso rápido, el sonido de los aleteos se mezcla con el de las campanas y los ladridos.  Ella comienza a apurar su paso, hasta ponerse casi a trotar, afirma su vestido con una mano y se pierde tras una puerta en la casa grande.  Era un pasillo ancho parecido a un cité, pero donde vivía toda la familia en la población O’Higgins en Independencia. Una casa al lado de la otra, allí llegó a vivir su madre con ella.
En esas casas conocieron a Otilia Navarrete, Graciela Fuentes su hija o Chela como le llamaban, a Máximo Vázques esposo de esta última.  Anita su abuela que la había sacado de la última casa en donde vivió,  encuentra trabajo en Puente Alto, muy al sur de la ciudad.  Lucía terminó viviendo en casa de Don Máximo, ya que, su madre junto a su pareja, de vida inestable ambos, se perdían, desaparecían y volvían nuevamente.  Allí Máximo y Chela le dieron acogida.  En su estancia en ese lugar, ella siguió conociendo mucha gente, era una familia alegre y muy numerosa, de esas familias antiguas en una casa grande.  Entre toda esa gente conoció al medio hermano de Chela, un joven delgado y atlético que tenía cinco años más que  ella y que hacía poco había terminado de hacer su servicio militar en el regimiento “Maturana”[2], Carlos Concha se llamaba y se había criado prácticamente con su hermana, su madre Otilia vivía viajando entre Santiago y Parral.  Ella tuvo tres hijos con su esposo Juan Andrés Fuentes [3]y luego de enviudar, se juntó con un antiguo amor Nemesio Concha, donde tuvieron tres pares de mellizos[4], otros hijos que no sobrevivieron y que nadie sabe muy bien porque.  Luego nació Carlos que fue el único sobreviviente de esa pareja. Carlos había nacido en Parral, allá también  asistió a la escuela, y luego un poco más grande, pero niño todavía, su hermana lo llevó a Santiago. 
A Lucía le gustaba este muchacho, pero él tenía alguna especie de compromiso con Violeta, una joven del sector que era de su edad que trabajaba en el mercado vendiendo flores y visitaba a Otilia y a Chela, con la escusa de ver a Carlos.  Lucía un poco celosa, les molestaba cuando estaban juntos, un par de veces desde arriba del árbol, les tiraba pedazos de hojas y ramas, ellos eran más grandes y en un principio no le  hacían mucho caso.  Don Máximo que sabía que esto le molestaba a ella, le hacía bromas y Lucía se retira y se refugiaba en la higuera, podía pasar horas hasta que se iba Violeta de la casa.  Graciela con un voz alargada, aguda y cariñosa la llamaba – ¡Lucy!, baja a almorzar niña. 
Ella, Lucía, sabía que era menor y que la madre de Carlos por nada del mundo quería una relación entre ellos. 

De todas formas, era feliz, disfrutando una bella mezcla de  infancia y adolescencia, casi sintiéndose parte de la familia. Le gustaba jugar con los hijos de Don Máximo, Tito y Otilia hija,  y por supuesto estar cerca de Carlos.  Jugaba a la pelota y le gustaba mucho el trompo, jugaba a la par con los muchachos. Entre todos los niños juntaban, huesos, vidrios y fierros viejos, los vendían para obtener dinero y se ponían de acuerdo e iban al cine, a la matiné en la iglesia Santo Tomás o “La Nacional”; al cerro San Cristóbal o la popular en el Estadio Nacional, Lucía que era una de las mayores junto con Tito, incluso bañaban a los niños antes de salir a algunos de sus paseos.
De a poco esta familia la terminó aceptando como una más del grupo, ella debía ayudar en la casa, pero lo hacía con gusto como un deber, lavaba y planchaba ropa de la familia y ajena, ayudaba en la cocina y cualquier tarea que ella viera que había que hacer, no dudaba y antes que dijeran algo, ella estaba haciendo. 
Su abuela Anita iba y volvía cada cierto tiempo a visitarla, nunca perdieron el contacto. Su madre con una vida desordenada y con excesos que ni siquiera quiere recordar, entra en su vida cada cierto tiempo, la descoloca, la complica y desaparece de nuevo. 
Para Lucía lo que había comenzado quizás como un trabajo más, se fue convirtiendo en un deber como las labores que debe hacer un miembro del grupo familiar, toda la familia parece no entender de la misma forma esto, pero a ella no le interesa mucho, tiene una ganas enormes de salir adelante, de tener un buen pasar y un buen vivir, no necesita más problemas, se gana con un esfuerzo silencioso, cada espacio y cada plato, teniendo la secreta esperanza de hacer una vida distinta y mas propia algún día.


Esa tarde estaba emocionada, después de haber ido a comprar, vuelve a su paso apurado y piensa en su primer beso, el viento era helado y la piel de gallina de sus brazos le recuerda que es recién la primavera, camina a casa a buscar a Carlos, no sabe muy bien para qué, eso deberá inventarlo, de seguro algo se le ocurrirá.  Cuando ya iba casi llegando, ve de pronto a Carlos, ella ya tenía grabada en su memoria la forma de su silueta y el movimiento al caminar, ella se puso nerviosa, sintió que sus manos se le humedecían, sentía que se tambaleaba la vereda, tenía miedo de tropezarse frente a él y quería verse bien. Siguió caminando un poco más lento, mirando en otra dirección, pero con la mente en él.          
Ese día parecía especial, ella esperaba que él le dijera algo, entrando a la casa se ve casi de frente con Don Máximo, Carlos había entrado antes. Don Máximo, quizás mirando lo que ocurrían en los ojos de estos adolecentes, debe haber advertido eso que se nota en los ojos enamoradizos de los jóvenes, él dijo fuerte para que todos los que estuvieran cerca escucharan:
– “¡Ya!, aquí mismo vamos a hacer un matrimonio entre la Lucia y el Carlos”. – concluyó con una sonrisa simpática en su rostro. Lucía solo sonrió, bajo un poco la cabeza y no dijo nada.   
Quizás cuantas veces repitió lo mismo o quizás que le decía a Carlos empujándolo un poco a acercarse, pero desde ese día, comenzaron más serios con el juvenil coqueteo y las miradas de ojos oscuros y brillantes se hicieron más recurrentes.  
Al final, y nadie sabe cómo, terminaron juntos. De Violeta no se supo más. Don Máximo salió con la suya. Lucia y Carlos también.

***

Después de un muy buen tiempo de disfrutar un juvenil pololeo, de coqueteos, tiempo de tangos y boleros, pequeños tiempos eternos de cariños y besos, de enojos y risas.  El amor que vivieron ellos dos, no lo sabrá nadie, será secreto para ellos dos y para todos. Como siempre las descripciones de estos sentimientos quedan débiles e inútiles.  Nadie podría describir el amor de otros, sin dejar incompleta la descripción, pero sin duda se amaban.  Mientras gran parte de la familia de Carlos estaba en Parral, o vivían viajando entre el sur y Santiago, ellos vivieron sus mejores momentos acompañándose.  Lucía queda esperando su primer hijo.  Carlos sabiendo su deber y ya decidido y como se hacía en aquellos tiempos le pidió que se casaran y ella respondió contenta que sí.  Ella sentía amarlo y estaba preocupada por la situación, pero en el fondo feliz, su sonrisa siempre brotaba al final del día.
 Después de largos y engorrosos trámites Carlos logró inscribir a Lucía en el registro civil de Recoleta.  Ella ya tenía quince años, sabía su fecha de nacimiento, el 19 de Septiembre  de 1932 y que su padre era Ismael Ulloa Ubilla al que vio solo algunas veces y su madre Clarisa Arriagada Castro, ella sabía que su nombre debía ser Lucía Irene Ulloa Arriagada y en el registro quedó anotado así, y solo el nombre de su madre fue inscrito en el registro civil. 
No disimulaba su alegría al saber que alguien estaba haciendo todo eso por ella, nunca terminó de agradecerle eso a Carlos, ella no sabía leer ni escribir, entendía lo del papeleo y quizás lo podía haber hecho ella, pero dejó que él lo hiciera. Además, era menor de edad.  Quizás la única preocupación era la madre de Carlos, Doña Otilia quién en un principio se oponía a la unión de la pareja, llegando a decir que prefería ver a Carlos “con cuatro velas” antes que casado.  De todas formas Doña Otilia era extrañamente estricta en estos temas, siempre le puso problemas a sus hijas, hijos, ni siquiera a los nietos,  los dejaba realizarse en este sentido.  Muchos de ellos hicieron las cosas a espaldas de ella o contradiciéndola.
En esos tiempos Doña Otilia estaba en el sur todavía, finalmente Chela y Máximo le ayuda a Carlos y a Lucia a celebrar su matrimonio.
Ella estaba feliz.  En esos años parecía no temerle a nada, con la fuerza de su juventud, con el amor adolecente como bandera y lo que le había enseñado la vida a su corta edad. Parecía que había tomado la decisión de ser feliz junto a Carlos,  parecía estar dispuesta a enfrentarlo todo y en la compañía de un hombre bueno, en donde veía protección, todo sería distinto.
Se casaron sencilla y felizmente en la Iglesia Santo Tomás[5] en independencia, sin una gran fiesta, solo los más cercanos estuvieron presentes.  Luego de un tiempo y como era en esos años  el 9 de abril del año 1948, cuando ella todavía tenía quince años y él veintiuno, se casan en el registro civil de la comuna. Los testigos del matrimonio fueron Hernán López Navarrete un primo de Carlos y Don Máximo.
Luego de la celebración y de un tiempo de felicidad para ambos, volvieron rápidamente a sus vidas, él a seguir trabajando en el puesto de pescadería y  ella a cuidar al bebe que venía.

Llegó el momento que naciera su hijo y la lamentable pena llega también en este tiempo. La joven pareja y un revés, se les nubla el cielo de la alegría y se esconde como siempre un rato el sol.  Carlos Raúl Concha Ulloa, se llamó su primer hijo, lo tuvo en un hospital del cual no se sabe su nombre, nació con problemas de desarrollo en sus intestinos, sin muchas explicaciones de parte de los doctores, falleció al tercer día.  A Lucía su sonrisa se le apagó por instantes que para ella fueron eternos.  Carlos en esos tiempos la abrazó y la contuvo,  conmovido también, con los ojos húmedos y como un beso en la frente,  la cuidó. 
La madre de Carlos, Doña Otilia que durante todo este tiempo había estado en Parral, viajaba para ver a la pareja. 
Posteriormente a esto, viene el silencio, no existirán  muchas historias asociadas a este hecho, fue un dolor que nadie quiere recordar, ni contar. Pero que pronto pasaría.           

***

El agua se movía con un vaivén constante, mientras Lucía refregaba con la escobilla una camisa blanca en la tabla de lavar,  el jaboncillo se colaba entre los dedos arrugados y el agua cremosa blanca y gris, mojaba su vestido floreado.  Tenía enrollada sus mangas y en su frente sentía el tibio sol de la tarde.  Las risas de los niños que corrían cerca de ella no paraban y un perro un poco más allá, dormía estirado al lado de la puerta.  A lo lejos suena un bolero como un rechinar lejano. Su pelo ondulado y tomado por un pañuelo de rojo y plateado brilla casi como sus ojos,  su tez clara y su mirada profunda hace parecer que canta en el interior.  
Ella tiene 17 años y un nuevo hijo viene en camino, ya con Carlos viven juntos, en la Calle Walker Martínez de la población, solo unas casas más allá de donde vivían antes.  Es una sola pieza grande, la cocina esta fuera de la pieza y la batea también.   
Carlos trabajaba y se levantaba muy temprano, tiene la idea de comenzar con su propio puesto de pescado en el mercado de Providencia.  Siempre ha sido igual, a Lucia le encantaba esa actitud, se sentía protegida con este hombre joven, proveedor y guapo.

Ella se preocupa de hacer las tareas del hogar desde el amanecer al ocaso. Soñaba y ansiaba un lugar donde estar tranquilos y Carlos en su  trabajo, se esforzaba mucho cada día.  Lucía había trabajado en algún momento en una empresa productora de frutas, seleccionando y empacando, a veces hacía labores de casa para otras familias, para tener un poco de dinero, pero en esos tiempos ya no lo hacía, quizás no querían tener problemas con el nuevo bebé que venía en camino.  Solo faltaba un mes para que viniera el nuevo bebé.  Ya tenía decidido que tendría a sus bebes en la casa, no confiaba en los médicos, no quería ir a un hospital, la experiencia anterior también ayudaba a sus temores. Se cuidó mucho y esperó con amor y cuidado a su nuevo hijo.

Carlos venia entrando por la esquina, llevaba un camisa blanca con pequeños figuras ocres y café, con un cuello ancho, pantalones de tela y zapatos gastados pero lustrosos; un pequeño bolso y un paquete envuelto en diario bajo el brazo. Levantó la mano saludando a Máximo y se dirigió a la pieza. Lucía lo miró, sonrió levemente y siguió lavando. Carlos llego a su lado.
–Hola mi negrita, ¿Cómo está hoy? – preguntó con cariño, la besó suavemente en los labios y tocó su vientre con cuidado, el vestido estaba un poco húmedo.     

***

Llegó al fin el tiempo. Y en el verano de 1949[6] casi al finalizar Enero nació Víctor Hernán. Nació en la casa como estaba previsto, ayudado por una partera y Carlos. Llegó sin problemas,  llenando de alegría a la joven pareja.  Sus ruidos y sus risas, sus llantos y gracias enseñaron a los jóvenes Lucía y a Carlos a ser padres.

Creció tranquilo, bien cuidado y acompañado por siempre de su cariñosa madre, Carlos trabajó con más ganas. 
Lucia amo desde antes del primer momentos a su hijo, con ese amor que también resulta indescriptible, que también quedaría pequeña cualquier descripción. El amor de madre, ese que no tiene muerte.

A los dos años, casi en la misma fecha[7] nació una hermosa niña, la familia crecía rápido.  Ellos, jóvenes aceptaban con la tranquilidad de esos tiempos a los hijos que venían.  Hortensia llamarían a la preciosa niña a Lucía le gustaba ese nombre, quizás por las flores. 

–Ya Luci, vamos a sacarnos una foto
– ¿Pero dónde? – preguntó ella
– Aquí a la plaza de aquí, quiero que nos saquemos una foto.– dijo Carlos con su sonrisa y alegría.

Lucía se pintó solo un poco los labios y caminaron hacia la plaza. Carlos habló con el fotógrafo y le paso algunos pesos. Se sentaron en el pasto, ella se estiró con las piernas de lado, apoyada en su mano derecha, tenía puesto un vestido largo a cuadros pequeños, quizás blancos y celestes. Carlos se sentó a su lado, vestía un traje claro, abotonado al centro y camisa blanca, Víctor se sentaría como su padre y delante de él, con los pies cruzados y las manos en las rodillas, no dejaría de mirar con sus expresivos ojos a la cámara, la pequeña Hortensia, vestida entera de un color claro, la habían sentado casi en el vestido de su madre. Lucía no miró la cámara cuando sacaron la foto, solo miró a su horizonte profundo allá lejos como siempre feliz.  

– Listo –  dijo el fotógrafo saliendo detrás de la cámara.

Se pusieron de pié, Carlos tomó a la niña en brazos y se acercó a Lucía, la abrazo con su mano libre por la cintura, ella tomó a Víctor de la mano,  abrazó a Carlos por arriba de los hombros, agarrando también a Hortensia  y se besaron tiernamente, sonrieron y se miraron a los ojos.  Ella tomó al niño, que daba sus primeros pasos. Algo habló Carlos con el fotógrafo. Y caminaron de vuelta, pisando el pasto de la plaza y la primavera ya se iba.

***
Lucia levantaba la tapa de la olla y metiendo la cuchara de palo,  probaba el caldo caliente de la cazuela que cocinaba.  No hallaba como empezar.  No tenía como decirle a Carlos.

– Carlos parece que estoy embarazada –  dijo finalmente.
– ¿Si? –  preguntó él mirándola.

Ella asintió con la cabeza.  El la miró y la abrazó.

Estaban un poco preocupados, pero esperanzados también.  Preocupados porque, ya le habían advertido que no podían tener muchos niños, el arrendatario no quería familias muy numerosas, pero esperanzados porque en esos tiempos ya habían comenzado los trámites para una nueva casa.  Máximo trabajaba en la Corvi, la corporación para la vivienda. Y  el padre de Carlos, Nemesio había comenzado también a trabajar en construcciones, para esa misma entidad.
En esos tiempos comenzaba, un programa de gobierno para trasladar a la gente que vivía asinada en cites o casa grandes de allegados, en las comunas de Independencia y Recoleta en la parte norte de la ciudad. Ya estaba la suerte echada, habría que hacer lo posible por conseguir lo propio.
Lucia, empujaría con todas sus fuerzas en esos tiempos, para que el sueño del hogar se transformara en un hecho. Sabían que sería complicado, habría que tener fuerza y paciencia, un poco más.
Se cumplieron los meses y en Julio de 1952 nació otra niña, Julia se llamaría y vendría a contar buenas noticias, ya que, solo unos meses después tendrían todo listo para irse y cumplir la ansiada ilusión, tenían la posibilidad de conseguir dos casas, una para Carlos y Lucia y otra casa para Nemesio y Otilia los padres de Carlos.

Lucía estaba cerca de cumplir veinte años y Carlos tenía veinticinco, estaban contentos con las buenas noticias, había que comenzar a empacar, habría que ver que van a llevar y como se irían tan lejos. A máximo y su familia, como propietarios de la casa en la población O’Higgins, les entregarían unos departamentos nuevos, que construirían en el mismo sector.  Así que la joven pareja  se irían con los padres de Carlos.
En su familia ya eran cinco y estaban bien, Lucia celebraría sus veinte años sabiendo que tendrían casa nueva.   







Capítulo III

La Casa Nueva


Cuando la tierra oscura y húmeda,
tierra viva de infinita bondad, 
se mezcla con el aroma de cardenales
 y ligustrinas mojadas
del riego de las tardes,
con el olor a pan tostado
 y mantequilla en verano .
Cuando se mezcla todo eso, soy feliz.
 C

hao Máximo, gracias por todo y vayan a vernos luego– dijo Carlos dándole la mano a su cuñado.
– Claro, no te preocupes, si tenemos que celebrar luego– dijo Máximo apretando la mano de Carlos y con la otra en el hombro de este, sonrió.
Carlos se acercó al camión militar que había dispuesto el gobierno para trasladar a las familias a sus nuevas casas. Ya habían cargado el camión, con los pocos muebles que tenían, un par de camas, una mesa, algunas sillas,  pisos y un ropero era lo más grande. La loza y todos los pequeños utensilios y recuerdos los envolvieron en diarios y la metieron en cajas de cartón, sus ropas las metieron a bolsos y cajas también  y subieron todo al camión.
– Ya caballero suba no más. Yo me voy con la señora y las niñas adelante – le dijo un soldado dirigiéndose a Carlos – Usted se sube atrás.
–Ya, ni un problema– respondió Carlos, tomando a Víctor en brazos.  Dejó al niño en el camión con la ayuda de otro soldado que iba atrás y luego subió él.  Ya arriba, levantó la mano despidiéndose y el camión partió mientras él se afirmaba de una de las barandas.
El camión casi destartalado rugía y se movía lento. Lucía sentada en la cabina, se despedía moviendo la mano y diciendo chao en voz baja a Chela, Máximo y sus amigos, su familia en esos tiempos.  Ella parecía con el corazón lleno de esperanza y entusiasmo, llevaba ideas nuevas en su mente.  Abrazó y besó a Hortensia hablándole un poco para que se tranquilizara. La pequeña Julia iba en brazos, solo tenía un par de meses.

Los llevarían al sur a unas viviendas, que según se cuenta y que no se sabe bien a ciencia cierta, las habrían fabricado para funcionarios de Fuerza Aérea, pero habrían sido rechazadas por estos.  Solo por una emergencia los llevarían allí, de forma momentánea, aunque en esos años se sabía todo lo que podía durar lo momentáneo. 
La población donde llegarían se llamaba La Legua, y ya había viviendo harta gente en los alrededores.  Obreros que hace algunos años y después de un largo viaje, desde las salitreras del norte, se asentarían cerca de allí.  También habían llegado hace un tiempo a ese lugar, otras familias que habían pertenecido a tomas de terrenos de la periferia de la gran ciudad. 
Las nuevas familias llegarían a un sector llamado Legua Emergencia, destinado a resolver, en parte, los graves problemas habitacionales de esos años, donde la población de la gran capital crecía, por la migración de familias de otras ciudades del país y por la descontrolada natalidad de esos tiempos. 

Después de un viaje bien movido, pero lleno de alegría. Llegaron a la calle Sánchez Colchero, a la última casa de esa calle. Ahí se instalarían contentos.  Las casas estaban todas juntas, en unas calles largas, sin patios ni antejardines, al menos eran unas cincuenta casas a cada lado de las pequeñas calles, las paredes que era lo único que separaban una casa de otra,  eran de delgadas tablas y las murallas del frente, eran solo panderetas delgadas de hormigón, solo parte del sector del baño y la cocina, eran de sólidos bloques  rellenos de concretos y pilares de acero, el piso de toda la casa era solo de cemento. Las calles no estaban pavimentadas, ni ripio tenían, solo tierra.  Solo tenían dos piezas una habitación y otro sector que se podía ocupar como living y comedor

Hacia el norte de la población, existían enormes sitios baldíos.  Hacia el sur otra población más antigua la Legua Vieja y algunas pequeñas empresas.
Hacia la cordillera, al oriente, en la siguiente calle estaban construyendo otras casas un poco más grandes y de mejor material.  Lucía había mirado a través de las rejas y le gustaban más esas casas.  Ella no perdió oportunidad y habló con unos de los trabajadores, preguntando cuando estarían listas esas otras casas, también le contó de su interés en cambiarse si existiese la posibilidad  y el trabajador de la construcción le dijo que en un par de meses, quizás tres  podrían estar listas, le dijo que él le avisaría y trataría de cambiarla.  También ella le dijo a Carlos que  hiciera algo, para tratar de conseguir una de las casas de allá y cambiarse, claramente las veía más grandes y firmes, había que ver posibilidades y aprovecharlas.

Carlos fue a la Corvi y con la ayuda también del buen hombre del cual nunca más supieron,  se pudieron cambiar después de algunos meses de vivir en la primera casa.

Esta nueva calle, Venecia se llamaba, era más ancha y la casa era toda de material sólido. Tampoco tenían antejardín ni patio, no estaban cerradas, pero claramente tendrían más terreno una vez que lo cerraran,  el piso era de madera, Lucía estaba aún más feliz y agradecía cada día esa nueva vida.

Las casa vecinas se fueron llenando de a poco, familia tras familia, fueron llegando, día tras día, se armaba la población, comenzaron a aparecer los primeros negocios, en cada familia habían varios niños. Existían un par de industrias cerca, donde algunos hombres podían ir a trabajar.  La población tenía ese nombre por que quedaba a una legua de distancia del centro de la ciudad. Se extendería en un gran terreno y se completaría, como estaba previsto, finalmente con el nuevo sector de emergencia.     

Los niños crecieron bien en esos tiempos, Víctor ya tenía cerca de cuatro años, Hortensia dos y la pequeña Julia era una bebé que crecía tranquila. La joven familia ya tenía un hogar, donde podían cuidar y construir sus sueños.

En los inviernos se calentaban un poco con braceros, cocinaba a leña o a parafina según lo que tuvieran más a mano o lo que la pequeña economía les permitiera. Las habitaciones pequeñas y los niños que dormían juntos, producían ese calor de hogar que no se perdió jamás.   

Otilia y Nemesio se habían quedado en la casa que le habían dado originalmente.  
Ellos, los cinco, Lucia, Carlos, Víctor, Hortensia y Julia estaban ahora, construyendo sus propias vidas, en su nuevo hogar, llenos de sueños.




Noche


La luz tenue pestañeaba cada cierto tiempo. Iluminaba desde la endeble lámpara del mueble que tenía una pantalla de papel grueso.  En la muralla un espejo, adornado de varas de mimbres entrelazadas, ayudaba a reflejar la luz en la pieza pintada de un color crema.  Era temprano, pero de noche y Lucía ya había acostado a Julia en su cama.  Hortensia y Víctor comenzaban a dormir en otra cama en la misma pieza.
Carlos se levantaba temprano cada día para ir a trabajar a la pescadería, nunca faltaba a su trabajo, podía llover cuanto quisiera, inundando las calles de agua y barro, podía helar o escarchar y saldría a trabajar de todas formas. Ningún dolor de estomago ni tampoco un resfrío los dejarían en cama.  Le gustaba el trabajo, quizás porque le gustaba avanzar y tener bien a su familia, tampoco se podía permitir quedar sin trabajo.  Lucía, también se levantaba temprano a comprar las cosas, salía a buscar  la parafina para la cocina y las cosas del almuerzo, se ponía de acuerdo con alguna vecina para ver a los niños. 
Se acostaban temprano, apagaban luego las luces, el silencio de la calle solo lo rompían los perros o algún borracho los fines de semana.  Había muy pocos vehículos y televisores que metieran ruido. Solo las radios a pilas chicharreaban la noticias, tangos o rancheras, mas por las mañanas, que por las noches.
Las familias completas, estaban acostumbrados a dormir temprano.  La población tampoco era para andar de noche, la delincuencia en los oscuros callejones, apenas iluminados con tristes ampolletas, sumado a la poca o casi nula vigilancia policial, hacía muy peligroso el andar de noche por los pasajes.   
La precariedad de las vidas en la población seguía tal cual como en sus lugares de origen.  Si bien el traslado sirvió para arrancar del hacinamiento y tener un lugar propio donde habitar, que era mejor que no tener nada o seguir arrendando o de allegados.  La inestabilidad de esos días era tal, que cualquier persona se podía convertir en lo más odiado de la sociedad.
En ese tiempo estaba en su segundo mandato el Ex general Carlos Ibáñez del Campo, en un gobierno que amenazaba con convertirse en dictadura, con peleas muy fuerte entre congreso y el presidente, los militares conspiraban algunos en contra y otro a favor del presidente.  Mientras ellos giraban en torno al poder, la joven familia seguía sumida en una pobreza que impedía pensar en otra cosa que no fuera trabajar y entregar educación a sus pequeños hijos.
Muchos otros se convirtieron en lo que pudieron, en lo que tenían al alcance de la mano, Carlos trabajó duro esos años en la pescadería como siempre, otros decidieron ganarse la vida de mala manera.  Lucia se quedaría en casa, cuidando a los niños y ayudándolos a crecer.
El año 1953 es el primer año en que las mujeres votaban, se habían ganado el derecho a voto a punta de lucha políticas que muchas mujeres no se enteraron, tenían que ser mayor de veinticinco años Lucía todavía no cumplía la mayoría de edad que era a los veintiún años.

La familia seguía en crecimiento, Lucía esperaba a su cuarto hijo o hija, ella lo sabía internamente, nacería en la nueva casa, tenía que contarle a Carlos cuando estuviera segura. Ella trataba de dormir, conciliar el sueño esa noche, cerraba los ojos y respiraba profundo, tratando de atrapar el aire que no había tomado en el día, se acercaban un poco los temores y sentía un poco el frío, se diluían de a poco el hielo y el miedo en el sueño liviano que tenía que tener, cuidando en una suerte de vigilia el sueño a sus tres niños.
Pensaba en arreglar esto y esto otro en la casa, pensaba en el trabajo de Carlos y en que no se resfriaran los niños, pensaba en ella en estar bien, en no enfermarse.  Se preguntaba porque ladrarán los perros otra vez y en cómo se llamaría su nuevo hijo, si sería niño o niña.  Tocaba su vientre y lo acariciaba como queriendo llegar adentro y ahora le daba fuerza.  Pensaba en el futuro, en que todos estuvieron bien, en que haría de almuerzo al otro día, pensaba mientras abrazaba un rato a Julia.





Visitas


Lucía metió un par de leños más,  para avivar el fuego, necesitaba hervir la ropa y los pañales, tenía casi ocho meses de embarazo y ya cumpliría 21 años. Ya le costaba agacharse y le dolía un poco la espalda, pero sonreía y le decía chistes a Julia para mantenerla entretenida.

Ese día vendría la familia a visitarlos. Máximo, Chela y los niños. Carlos había traído algunas cositas para servir y comer.  Esta vez  celebrarían su cumpleaños, entre volantines, empanadas, chichas y vino tino, como se haría costumbre por varios años, claro cómo no, si su cumpleaños coincidía con fiestas patrias, por lo que siempre había motivo y tiempo.
 Ella pensaba en  “tirarle el cogote” a una gallina, para hacer una cazuela para los niños, una gallina de las pocas que criaba en la misma casa, en un gallinero atrás en el patio, que ya habían cerrado.  Carlos había traído algunos kilos de merluzas, para compartir con todos. Mientras movía los leños y las brazas ella pensaba en todo eso, eran las diez de la mañana y se venía un día largo, pero estaba contenta aunque no lo decía mucho.  
  
Siempre se visitaban entre ambas familias, celebraban cumpleaños, fiestas patrias, bautizos y casamientos, compartían bailando y riendo, contando chistes, canturreando tras una vieja guitarra que trasteaba cuecas, guarachas y rancheras.  Bailaban tango o alguna milonga, a Carlos le encantaba el tango.  Lucía había aprendido a bailar con Máximo allá en la villa O’Higgins. La radio ponía su parte en la fiesta, una vieja radio “Giannini” el primer tesoro que adquirió Lucia con un casero de la población, ella bastaba para animar la celebración.
           
Lucía vibraba con las visitas aunque a veces le significaba trabajo, más ahora con su bebe en el vientre, pero lo hacía con cariño, ayudada por Chela y Otilia  en la cocina.  Eran varios los niños, ya que, se juntaban los tres de Lucía y sus primos de allá de Independencia, que eran varios.

En La Legua, ya se habían hecho de amigos, los vecinos que tenían todas suertes parecidas, se organizaban para ayudarse en las cosas del día a día, o se juntaban para alguna celebración. En esos tiempos no había tanto miedo a la delincuencia, cada uno se metía en lo que quería. Se juntaban con algunas vecinas a tejer solo un rato, cuando les quedaba un poquito de tiempo, tomaban un poco de sol a la vuelta de la casa, mientras las niñas dormían y Víctor jugaba a la vista suya.  También algunos de ellos pasaban a saludar a la cumpleañera, a dar un “salud”, por ella y por la patria.  Carlos invitaba a algún amigo o compañero de trabajo también a pasar un buen rato y a conocer a la familia.  
           
Cuantos cantos chocaron con las firmes murallas de la nueva casa, cuantas carcajadas  repletaron cada rincón de la casa de Venecia, cuantos cumpleaños se celebrarían con la alegría de siempre. Que se haría costumbre y que se transmitiría como por la sangre, la celebración de la familia que es como una poesía al esfuerzo y el trabajo.   




Capítulo IV

La Gran Familia


Madre,
aquel que vivió en tu lecho
ese tu hijo que se aferró de tu pecho
hoy es verbo eterno y vivo
amor de piel y de sombra
amor de sol y de hojas.
Padre,
por aquel que entregaste tu cosecha
tus manos y las mañanas sin fecha 
hoy es luz y fruto perpetuo 
amor de miel de esperanza  
amor de noche y escarcha.   
E

n esos años la familia crecía rápido, crecían en cantidad y en esfuerzo. Crecían de forma natural sin mayor control. Crecían los niños de ojos vivos y las ganas de llegar lejos, los hacía caminar a paso firme y sin mirar mucho atrás, con la sonrisa en los labios disfrutando de cada paso.  Quedaban atrás muchos días y el tiempo comenzaba a correr por todos los rincones de la casa, corría junto a los niños que marcaban el camino a la gran familia que se formaba.  En cada primer paso,  quedará una huella imborrable en Lucía y Carlos, que guardarán en sus corazones junto a las alegrías y los llantos de esos bellos momentos que solo ellos conocerán.     

En casi todas las casas de Venecia había familias jóvenes que tenían varios niños, en muchas casas de la población era similar, familias de mucho esfuerzo y muchos niños.  Ese ambiente, repleto de infancia en cada pasaje, era especial.  Cualquier lugar donde hay muchos niños es especial, lleno de esperanza, risas y amor maternal, pero también de mucho trabajo, esfuerzo y coraje.  La joven pareja no era distinta, no podían ser distintos. 
Llegó Octubre y cuando Lucia tenía veintiún años y cumplía recién su mayoría de edad, en la primavera de 1953[8] una nueva niña nació, llevaría el nombre de su madre. Lucía Irene. Carlos la había convencido de darle su nombre y ella que al principio no quería mucho, finalmente aceptó.
Ya cumplían un poco más de un año en la casa de Venecia, un año de desvelos y felicidad.  Tuvieron que acostumbrarse a todo eso nuevo, a la nueva población, a vivir un poco más solos y lejos de la familia donde se conocieron, a valerse más por si solos, preocuparse de las necesidades básicas de cada uno de los niños y también de ellos mismos.  Pero ya después de ese tiempo, estaban bien y contentos, construyendo incansables, sus existencias y las de sus hijos.  
La vida transcurría tranquila, pero sí más rápido que antes. Teniendo cuatro hijos pequeños, había muchas labores que realizar en la casa, había tanto que hacer que no quedaba tiempo para otra cosa que no fuera preocuparse de los niños, sus ropas, sus pañales , sus comidas, cuidarlos que no enfermaran y llevarlos al doctor, a los respectivos controles. 
La abuela Clarisa, como siempre, aparecía cada cierto tiempo en la casa.  Convivía un poco con ellos y se iba, ayudaba cuando estaba: a lavar,  a mantener el aseo a almidonar las camisas, siempre había algo que hacer en la casa.  A ratos para Lucía, su madre se transformaba solo en una preocupación extra, pero en otros momentos su ayuda era muy valiosa, sobre todo cuando tenía algún bebé recién nacido.  Otilia la madre de Carlos en cambio, ayudaba poco y a ratos le daba más trabajo a Lucía que otra cosa, ella era mayor. 

Algunas vecinas se apoyaban entre ellas, mientras los hombres fuera del hogar trabajan. Así al menos era el caso de Carlos, por qué  no se podía decir lo mismo de todos los hombres de la población.  La inagotable labor de Carlos se mezclaba con su vida llena de amigos y del compartir habitualmente algún trago algunas veces por semana.  Llegaba siempre a la casa, a veces un poco “contento” como decía él, después de haber pasado una buena tarde.  Él les hacía cariños a sus niños y a su mujer, les inventaba sobrenombre, les hacía reír y los dejaba que se montaran en sus espaldas mientras gateaba o luchaba en el suelo de tablas con los pequeños, que reían y lo abrazaban con cariño.  Se dormía temprano  y al otro día se levantaba a trabajar, pasara lo que pasara. 
Lucia en ese tiempo, descubrió a una buena amiga entre las vecinas, Adela San Mateo, una vecina quién la acompañó por muchos años y que vivía en la casa de al lado.   Su familia era similar y sus problemas también, se contaban sus cosas, sus preocupaciones y se ayudaban en lo que podían.  Prestándose algunos víveres, verduras o utensilios  para cocinar o ayudándose a cuidar los niños cuando una o la otra iba a comprar, encargándose cosas o prestándose ayuda para  mover algún mueble pesado. Se daban cariñosos consejos y se reían  de las anécdotas cotidianas de los niños o de ellas mismas.  Adela era un poco mayor, quizás una década más.  La compañía de la verdadera amistad fue toda virtud en esos buenos años. 



Los siguientes años en la vida de la familia, correrían dejando una marca, como un surco profundo en las nuevas tierras, un surco en la tierra fresca regada con luz de escarcha, correría también el tiempo rápido, bajo el sol que curte la piel de las manos y avanzaría el tiempo sin descanso en todas las noches, que se hacían cortas, entre el desvelo, el sueño y la vigilia.  La gran familia crecería, se forjaría cada pequeña vida con cada chispa del carbón, con cada lluvia, en cada día de sol. 
Crecería con alegrías y también penas duras, y crecerían las  carcajadas de los niños que apuran cualquier reloj.      




Cociendo


Pasa la aguja en un vestido claro, sus manos son jóvenes y ágiles cociendo, tejiendo, bordando.  Encima de la mesa tiene una pequeña cajita, un costurero, llena de botones e hilos, y una pequeña almohadilla con muchos alfileres y agujas ensartadas. Sin dedal que protegiera sus dedos, con una vista excelente, enhebra la aguja decenas de veces y cruza el género con paciencia agradable, puntada tras puntada, confecciona las pequeñas ropas.  
Mientras zurce, le inventa historias a Víctor y a Hortensia que toman té y comen pan con mantequilla sentados a la mesa.  Julia y la pequeña Lucy duermen en el dormitorio, a esa hora cálida de las cinco.    
La tarde es tibia y el sol anaranjado entra por la ventana que da a la calle y un florero de vidrio grueso, lleno de agua, refleja la luz entre los gladiolos e ilusiones que lo adornan y que esconden las miradas de los niños y la madre.  Cose un pequeño vestido para Julia, mientras piensa en que cocinará para la cena, a qué horas llegará Carlos ese domingo. 

–“Sopa, ajiaco o albóndigas, o traerá pescado para hacerlo frito. Un poco de arroz con leche para los niños”– pensaba ella sin desviar la vista de la tela y la aguja.

No se cansa, no se queja, sonríe y le cuenta algún chiste a Víctor que suelta una preciosa y feliz carcajada.  Desenreda el hilo que se atrapó en el entramado de una cinta roja  de raso y  Hortensia ya terminó de tomar su té, para que no se fuera a quemar, Lucía se lo había servido en el platillo.

–“¿Quedará parafina para cocinar? Mejor hago algo simple, no más, para no tener que ir a comprar.  El arroz está en un rato, así que eso no es problema”– pensaba mientras miraba de reojo a sus niños.   
Le falta poco para terminar el vestido y ya son casi las seis, Carlos llegará temprano hoy y el sol se esconde entre los cables y los postes de enfrente de la casa, la que se ensombrece lentamente. Termina  las últimas puntadas, remata la costura y enrolla el hilo en sus dedos y lo corta de un tirón.  Extiende sus brazos con el diminuto vestido entre sus manos, como para mirarlo bien, mientras estira a su vez la espalda y mueve un poco su cuello. 

Ella tomó la cuchara de plaqué, revolvió brevemente su té ya tibio y bebió un par de sorbos. La pequeña Lucia despierta y llora en el dormitorio.  




Los pañales y toda la pequeña ropa, entre ellas el pequeño vestido claro, se multiplicaban colgados en el patio, junto a varios tarritos con  cardenales siempre en flor y las “malamadres” que colgaban con innumerables hijuelos desde los diferentes tiestos que usaba para plantarlos.  Cada cierto tiempo los regaba con un jarrito uno por uno, quitándole las hojas viejas, mientras les hablaba delicadamente,  mientras parecía rezarles un padre nuestro entre dientes.  Tenía una mata de matico,  un joven y alargado ciruelo y crecía pausada y lenta una parra enredada en un rincón del patio de atrás.  Quitaba con cuidado las odiosas ortigas y otras malezas que crecían.  Sentía paz cuando cuidaba sus plantas, cuando las miraba y disfrutaba cuando cada  botón se abría en flor.    


En 1955 ya tenía veintidós años y hace muy poco había nacido una nueva niña.  Sara[9] la había llamado, la cuarta niña de la familia, ya eran cinco los hermanos y tenía más trabajo que antes.
Había nacido en la casa como todos los anteriores.  Ayudado solo por una partera, en una costumbre que Lucía ya conocía y había vivido varias veces antes.  Traer niños a su mundo y cuidarlos con todo amor, sería su misión más querida en la vida, entregar el amor que recibía de vuelta, en un circulo interminable de bondad y alegría, círculo que proyectaba mas allá de lo que ella misma creía.  Traer a esta vida uno más, era el ciclo de la vida que ella entendía y que amaba.  Era la forma de vivir, la única forma de vivir. Amando libre y eternamente a cada uno de los que vio nacer, entregándose toda cuanto pudo. Entregando vida, su vida.
A cada uno amó con todas sus diferencias, a cada uno amo y cuidó.  Parió con dolor y lágrimas que supo transformar amando, en felicidad y más vida.




***

Al año siguiente en 1956[10] nace el pequeño Carlos Hugo. Llevaría el nombre de su padre y del  primogénito que no habría sobrevivido ya hace varios años.  El segundo nombre Hugo  tiene una o en realidad variadas explicaciones, unos dicen que es responsabilidad de un primo Hugo Haquin[11], quien era sobrino de Carlos y muy cerncano en esos años a la familia y que a Víctor  como el único niño hasta ese momento, le decía muy seguido Víctor Hugo y le alegaba a Carlos por no ponerle ese nombre.  Algunos familiares terminaron  convencidos que Víctor se llamaba Víctor Hugo y muchos le decían así.   Por lo mismo finalmente al segundo hijo le pondrían ese nombre.  Luego todo el mundo lo nombraría por sus dos nombres, para diferenciarlo de su padre.
Esto creo una confusión ya que de todas formas a Carlos, le decían Víctor Hugo y a Víctor le seguían diciendo Víctor Hugo o Carlos Hugo.     
Muchos nombres se repetían de generación en generación, para otros nombres de los niños no había mayor explicación que algo práctico o que sonaran  bien o que simplemente fueran del gusto de Lucía y Carlos.  Víctor  Hernán por ejemplo eran los nombres de un tío y un primo de Carlos respectivamente, a Hortensia Elisabeth le dieron ese nombre porqué a Lucía le gustaban esas nombre y las flores con ese nombre también, el segundo, Elisabeth también era del gusto de Lucía y combinaban ambos nombre.  Julia del Carmen llevaría su primer nombre por el mes en que nació julio y del Carmen en honor a su abuelo Nemesio, la pequeña Lucia Irene llevaría el nombre idéntico al de su madre, Sara era el nombre de una tía que fue la madrina de la pequeña niña y su segundo nombre Deidamia, lo tomaron del calendario como era costumbre.  Carlos Hugo no sería la excepción al momento de elegir los nombres.   







Como un preciado suceso para Lucía, en ese tiempo Víctor con siete años entraba a la escuela a estudiar, nadie podría imaginar lo bello del momento, el nerviosismo y la alegría entremezclados, Lucía se había preocupado de los cuadernos y de los lápices, del overol beige y de peinarlo bien, le enseñó a limpiar y lustrar sus zapatos negros, le enseñó el orden y a portarse como corresponde a buen niño.   
No iría muy lejos, ya que, frente a la casa habían instalado una pequeña escuelita para los niños del sector.  Iba a primero básico, ya eran otros tiempos y sus hijos si podrían estudiar y Víctor como el mayor, sería el primero en dar el paso.






***



Crecía de a poco y por casualidad un álamo a los pies de la ventana que da a la calle.  Lucía había ocupado varillas como tutor para afirmar unas patillas de claveles.   Los esquejes de las flores se secaron, pero una de las varillas, un tutor, echó raíces y brotó.  La buena mano decía la vecina. La buena tierra decía Lucia.
Atrás en el amplio patio,  los niños más grandes hacían casas para jugar, pequeñas e endebles construcciones que los llevaban a otros lugares.  Con algunas tablas y ladrillos sueltos, un retazo de tela o cartón que ocupaban de techo, construían con imaginación los juegos y armaban entretenidas familias y situaciones.  Ahí jugaban a cocinar y tomar té.  Bautizaban a las muñecas en entretenidas ceremonias y fiestas, donde entre ellos mismos, elegían quien sería el padre, la madre y los padrinos.  A alguno le tocaba hacer más de un papel a la vez. 
Sus muñecas, que les habían regalado algún tío en la navidad pasada, se enfermaban con frecuencia y debían de llevarlas de urgencia al doctor.  Le daban los remedios y las vacunaban cuando correspondía. 
Pasaban varias horas jugando, Lucía solo los interrumpía para almorzar o para alguna otra comida.  Crecieron jugando todos los niños y Lucía disfrutaba de eso. 









Alguna de las niñas, le servía una rica taza de té y con sus pequeñas manos se la ofrecía diciendo. 

–Mami ¿Quiere tecito?–.
–Bueno – Respondía Lucia mientras revolvía algo con la cuchara de palo. Dejaba un rato las cosas de lado, se acercaba y tomaba la diminuta taza, bebía el delicioso aire que llenaba la tacita, mientras la niña miraba atenta como se lo tomaba.
– ¡Que rico el tecito! – le decía Lucía.
– ¿Más? – Preguntaba la niña sonriendo.


 La palabra “Mami” se multiplicaba en un eco interminable de pequeñas voces. Mami para pedir algo, para acusar al hermano, para avisar que querían ir al baño, para dar besos y hacer cariños, pequeños y tiernos abrazos.  Y también gritaban “Mami” para llorar cuando sentían miedo o cuando les dolía algo.   Lucía se estremecía de cariño con cada ocurrencia, sonreía con sus ojos y los escucha y conversaba con ellos.  Le encantaba seguirles en los juegos.            

A veces,  los niños se meterían debajo de la mesa a cuchichear quizás que cosa, a inventar paseos en un vehículo estratosférico o que los llevara a las profundidades de la tierra o el mar, con su imaginación alimentada por  la radio o alguna historia o conversación que escuchaban por aquí y por allá.   Nadie sabía a ratos en que estaban. Hablaban bajito, para que nos los pillaran. 


Al año siguiente que naciera Carlos Hugo, crece más la familia y nace en la casa una preciosa niña Verónica[12], ya eran seis niños que llenaban las habitaciones y repletaban  las camas por las noches, donde dormían todos juntos, todos crecían bien, alegres y los juegos se multiplicaban.


Paseo de Domingo


Los tres mayores caminaban adelante, atrás Sara y Lucia venían de la mano de su madre o agarradas de la pollera; Carlitos Hugo iba en el coche junto a Verónica.  Arriba del coche una canasta de totora o de mimbre tapada con un chal a cuadros rojos y verdes. 
Los niños adelante, caminaban como saltando, jugando y corriendo, inventando canciones.  A ratos se escuchaba el grito de su madre alertándolos de algún peligro.  Gritaban e  inventaban juegos mientras caminaban, Lucía se reía a la distancia, disfrutando de verlos jugar, disfrutando de los chistes y bromas que se hacían entre unos y otros. O escuchando atenta y preguntando, cuando conversaban algo más serios, como: el qué querían ser cuando grandes o que cosas se comprarían primero cuando trabajaran.
 Caminaban todos hacia la Gran Avenida, eran los paseos que inventaba Lucia, para arrancarlos del tedio de la población de día domingo. Quedaba lejos, a varias cuadras de las casa, quizás unos veinte minuto o  media hora caminando con los niños y todo, pero caminarían, desecharon  “la veinte” [13]que pasaba por la calle Estrella Polar[14] a un par de cuadras de la casa y que los dejaría en frente del parque, pero había que pagar un pasaje y subirlos a todos y bajarlos a todos. Por lo general caminaban, eso le gustaba también a Lucía.
Allá se estirarían en el pasto o en el chal. Llevaban algo para compartir, algunos panes con algo rico y algunos juguetes para entretenerse. Una pelota y algunas muñecas de trapo. 
Cuando llegaban al pasto se echaban a correr  entre los grandes árboles, giraban y se daban vueltas de carnero en los verdes prados del gran parque. Los más grandes trepaban los árboles, Lucía los vigilaba desde cerca, pero los dejaba aventurar, muy pocas cosas les prohibía, solo les pedía cuidado. 
En el parque de la Gran Avenida, a un costado del barrio el Llano Subercaseux, donde habían grandes casonas y algunos chalet bien acomodados el ambiente era distinto.  El parque estaba bien cuidado, no había juegos infantiles, pero si había en cada esquina del parque una pileta de agua, una en el sur en la calle Salesianos y otra en el norte del parque en San Joaquín.  Allí se entretenían también, tirando palitos al agua o mojándose entre ellos en verano.  Era una de las avenidas principales de la ciudad,  había harta locomoción y mucha gente iba el domingo a distraerse de lo habitual.   
Los niños salían de La Legua, trasladándose a otro mundo esos domingos, a un lugar de aventuras y cosas nuevas. Caminarían de punta a punta del parque en cada paseo, el ánimo no opacaba, los niños parecían incansables, solo cuando tenían un poco de hambre de tanto jugar se acercaban y  Lucia les daba pan o la leche según quien fuera.
De vuelta iban más cansados, con  las rodillas manchadas de pasto y tierra, las caras y las manos  más sucias  de juegos, despeinados y contentos, pero más cansados.  Se hacía un poco más largo el camino de vuelta, pero llegaban a comer un poco y lavarse  un poco o bañarse según les tocara y acostarse temprano a descansar.



–A dormir que mañana es otro día. Hay que ir al colegio y levantarse temprano. Ya jugaron arto hoy día–  les hablaba Lucia después de comer,  con una caricia en su pelo y un beso de buenas noches, los enviaba a dormir.  



Oscuridad


Los inviernos son difíciles, los pizarreños húmedos y la tierra a la sombra que no seca nunca, el frío que se cuela por cada rendija. El carbón encendido rojo crepita y sus chispas iluminan, calientan y se humea también la casa. Cuesta secar la ropa para todos los niños, mantener pañales disponibles en invierno es una preocupación  constante.  El invierno es crudo siempre, pero con niños parece más cruel.  Como poder dormir sin pensar en que no pasen frío, sin pensar en que no se destapen.      
La fragilidad de los más chicos es delicada a cada rato, con cada resfrío se complica la vida entera, se recurría a remedios caseros y agüitas de yerbas pectorales, arroz cocido y alguna medicina, había que cuidarlos a todos. Como se añora la primavera en tiempos de invierno, en las oscuras tardes frías y sobre todo cuando más de alguno está resfriado.  Había que bajar la fiebre con paños húmedos, o con unas rodajas de papas en la frente y en la sien, paños húmedos en la humedad del invierno.  El desvelo de una tos de niños que no para en las largas noches y que rompe el silencio y el sueño.  Cuanto se añora el día, cuando es de noche en invierno y los niños están enfermos.    



           Pese a todo, pese a todos los desvelos, pese a la lucha contra la enfermedad que daba ella y pese a los tratamientos de los doctores del Hospital San Borja[15], la pequeña Verónica se enferma de gravedad, una bronconeumonía fulminante es el diagnóstico, la fiebre no baja y sus respiración colapsa, entre la tristeza y el llanto la neumonía se declara, deja esa pequeña vida en un hilo, que se consume lento y hasta el final y el día 25 del mes de Junio de 1960 fallece, dejando un vacío y un dolor que no sanaría en Lucia y en todos, Verónica tenía un poco más de un año, había sido bautizada y había sido parte de la familia, había jugado con sus otras hermanas y hermanos, había cautivado con su belleza. Toda la familia se resintió y la tristeza vino a dejar su huella, de un nombre que nunca olvidarían. La rabia y el desconsuelo se escondieron en un rincón oscuro dentro de la casa, les costó sacarlo afuera. Lucía y los demás refugiaron su amor dolido en los otros niños, principalmente en el más pequeño, Carlos Hugo. Lucía sabía que nunca superaría la muerte de Verito, la imagen de la niña, se le aparecería como un ángel del recuerdo, que viene a cada tiempo, a quizás devolverle un poco del amor que ella le entregó.

     Lucia se conmovería cada vez que recordara el dolor de perder a su pequeña hija. Ella tenía su recuerdo, en un encintado con su nombre en el cajón y una foto en la pequeña silla de madera y paja, con Verito y un vestido claro, su precioso y ondulado pelo, amarrado con una cinta y sus ojos grandes como el de sus hermanos y sus pequeñas manos que ella besaba suavemente en las noches cuando la amamantaba.








 Carlos trabajaba todavía en la pescadería del mercado como siempre, pero necesitaba otro trabajo, en realidad lo que necesitaba era más dinero, los recursos se hacían escasos otra vez. Buscaba entre sus amistades y los vecinos algún trabajo extra, para tener mejor sustento de su familia que no paraba de crecer.  La vida también se ponía más compleja, la inflación y las crisis, como siempre los sueldos no subían a la par de los gastos.  Los niños que comenzaban a ir al colegio en esos años, lo que también traía exigencias nuevas y nuevas obligaciones.
Finalmente un vecino le dio el dato de trabajar como repartidor en el diario el Mercurio, habría que levantarse muy temprano, no era mucho el dinero, pero era buen trabajo si lograba un contrato, podría tener alguna previsión de salud para todos sus niños, cobrar las asignaciones familiares que daba el estado y aprovechar otras pocas leyes sociales de esos tiempos.  Además le permitiría seguir trabajando en la pescadería y no tener que desvestir un santo para vestir otro.
Carlos fue y quedó en ese trabajo.  El diario debía llegar a primera hora y lo entregaría en bicicleta.
De a poco se hizo amigos entre los colegas de trabajo y pudo llevar a su familia a un par de paseos organizados por la empresa.  Los niños estaban más grandes también y podía ir con ellos.
Ahora Carlos, contaría otras historias, cuantas aventuras pasaría en su nuevo trabajo, recorriendo los barrios acomodados, correteando a los perros arriba de la bicicleta.  Y lo más importante, tendría alguna entradita más, para sumar al escaso presupuesto.  

Lucia esperaba otro bebé, lo que no le impedía ahorrar en todo lo posible y hacer uno que otro trabajo, un poco a escondidas de Carlos.   Lavar o planchar ropa ajena, para ganar algunos pesitos que guardaba para cuando hacía falta.
La economía en esos años era austera como siempre, había que hacer algunos sacrificios. Lucía varias veces guardo el dinero de la micro y se fue a pié a comprar, así esos pesos lo gastaba en frutas y otras cosas, pero lo hacía con cariño, no con miseria, además pensaba que  le hacía bien caminar y la distancia tampoco era mucha, algunas veces Franklin y otras la bodega en la calle san Gregorio.  Aprovechaba de traer dulces para los niños.  Al principio y casi como un juego comenzó a venderles a los niños, con moneda que el propio Carlos les daba de vez en cuando, al final encontró que era lo mejor, ya que con las mimas monedas, traía más dulces.  Luego los vecinos  de al lado  querían comprar y luego los del frente y así armó una pequeña dulcería que Hortensia o Tencha como todos le decían a la mayor de las hermanas, ayudaba a atender.  Tenía los dulces en un viejo bife en la casa.   La pequeña dulcería tenía los más variados y coloridos dulces: guagüitas, pirulos, paletas, gallitos, pescaditos y el famoso y duro calugón “Guatón Calila”, que se les quedaban atrapado entre los dientes al masticarlos, pero que de todas formas lo comían contentos.  Esto le ayudaba a tener monedas para darse vuelta como decían. 
Lucía podría haber mandado a comprar a alguno de los niños grandes a Víctor por ejemplo que ya tenía casi doce años, pero le gustaba ir ella, dejaba a los niños cuidándose entre ellos y jugando y ella salía. Quizás, a veces  le pedía a su amiga Adela que les echara un ojo.     Carlos salía temprano en la mañana y llegaba bien entrada la tarde.

+

Después de un buen tiempo sin tener otros hijos y ya traspasando el temor y un poco el dolor de la perdida de Verónica nace Olga[16], otra niña que vendría a llenar otra vez la casa de pequeñas risas y alegrías.  Llevaría el nombre de su madrina, pero con un lindo complemento que le gustaba a Lucía, Olga de las Nieves, que lo había escuchado por ahí.  

***

Otilia y Nemesio todavía vivía en Sánchez Colchero para esos años, aunque viajaban arto al sur del país a Parral o a Independencia donde Chela y Máximo en la nueva población Juan Antonio Ríos que habían construido casi paralelamente con la última parte de La Legua.
En una de esas visitas, allá en Independencia, Otilia sufre una grave falla cardiaca que la llevaría rápida y silenciosamente  a su partida final.  Con esto, Nemesio muy mayor y un poco enfermo, se une a la familia de Lucía y Carlos haciéndola crecer aún más, yéndose  a vivir a la casa de Venecia.  Le dejó la casa de Sánchez Colchero a una cuidadora,  la casa la perderían con el tiempo.

El abuelo tenía unos campos en el sur, allá en Parral, Carlos viajaba también allá casi todos los años a ver los terrenos de su padre. Mas ahora que su padre estaba viejo y enfermo.  Nemesio era oriundo de esos lugares cerca del río Perquelauquen allá en Parral[17].  Allá había crecido y se había criado y había heredado o había adquirido de alguna forma esos terrenos.  En los campos de ese lugar, sembraban garbanzos, arroz o trigo, que se repartían a principios de cada año.  De esos rincones fueron sus padres y quizás sus abuelos.  Ahora Nemesio, ya mayor le había heredado esas tareas a su hijo.
     
Carlos también comenzó a juntarse con sus otros hermanos, para decidir los futuros de esos campos, aprovechaban a visitarse y celebraban cada reunión, con alguna cosita para tomar y comer.  Cada marzo partía Carlos al sur, se quedaba cerca de un mes allá entre vacacione y viendo las cosechas.  Descansaba de sus dos trabajos en Santiago y también hacía amigos entre celebraciones, trillas y ramadas, chicha y vino tinto; pastel de choclo y cazuela de pavo.
Cuando se iba llevaba espejos y peinetas, jabones “Rococó”, tijeras y una variedad de utensilios que no eran fáciles de conseguir en esos lugares.    A él le gustaba el campo y de vuelta siempre traía a casa, algún medio saco de algo o alguna caja de verduras, un par de gallinas vivas o muertas, docenas de huevos, membrillos y varias ajíes de “cacho e’ cabra”, o mote de trigo, harina tostada y cuanta cosa que le regalaban la gente del sur.
En ocasiones traía, mas en los primeros viajes, un pan grandote para cada niño, con la inicial de cada uno marcada en el pan, que lo hacía la Tía María, una señora que lo  estimaba mucho.    
Al principio también, cuando él era joven todavía, se venía él de vuelta y embarcaba sacos de cosas que tenían que ir a buscar a la estación San Diego, allá cerca del barrio Franklin, varios días depues. Un par de sacos de harina, garbanzos o porotos negros para pasar cada Invierno.  Algunas veces,  y cuando sus hijos fueron creciendo, los llevaba también a ellos, a las mujeres de la casa no las llevó casi nunca, era difícil y complicado para él y el pensaba que para ellas, convivir con la gente de allá.   




Finalmente Nemesio, ya estaba en la casa había que cuidarlo.  Lucía y su familia lo acogerían.



***



Ese año, el 62, llegaban los primeros aparatos de televisión.  El mundial de futbol que se jugaba en el país, sería el que motivaba todo eso, claro que solo en un par de cantinas de la población habían podido juntar un poco de plata o se habían endeudado para conseguir un aparato, que era un gran cajón de madera, con la pantalla redondeada en las esquina,  que perdía la señal y que pesaba sus buenos kilos y valía sus buenos pesos. 
En la “Corazón del León” [18]un bar donde se jugaba dominó o brisca, en una esquina a dos pasajes de Venecia.  Se jugaba con un vaso en la mano y con el chirrido de una radio que cantaba tangos y boleros.   Ahí, ahora tenían una “tele”, ahí se juntaron varios en la población a ver el mundial.  Carlos prefería el dominó, no era mucho de futbol aunque si había jugado de arquero algunas veces en las canchas de allá mismo animado por sus amigos.  Varias veces dijo que no jugaba mas, que había quedado como las tristes, todo aporreado y mas encima perdía, que le habían hecho no sé cuántos  goles y que se acabó.

Donde la señora Cora, casi en la esquina de la casa cobraba algunos cobres por entrar a ver alguna serie famosa de ese tiempo, algún partido o la teleserie.  Lucia y sus niños escuchaban mas la radio, nunca fueron a esa casa, no eran de muy buen vivir.  


En ese mismo año 1962 un poquito antes del mundial había nacido Misael[19], llevaría el segundo nombre de su padre manteniendo las tradiciones y alegrando y haciendo crecer la familia.  Era el tercero niño y a Lucia, con los niños más grandes, una buena parte del día en el colegio, se le hacia un poquito más fácil, aunque tenía que preocuparse ahora de los uniformes.  Pero ya solo quedaban tres niños pequeños y era menos los pañales que lavar, casi todos los pañales se habían transformado en uniformes.

Lucia, cumpliría treinta años en algunos meses, ya había tenido diez hijos,  había sufrido intensamente la pérdida de dos de ellos, el mayor tenía trece y el menor un par de meses. Ya no quería tener más hijos y con eso,  fue acompañada, con el apoyo de la vecina Adela, escondida casi de Carlos fue al doctor a buscar ayuda. Ese sería su último hijo, ya no tendría más, guardaría silencio por años, solo su vecina sabría la verdad. Con el tiempo le contaría a los demás.
Treinta años y una vida que se esculpía cada día, no descansaba de construir palmo a palmo la familia, no se cansaba de caminar paso a paso los caminos delgados y seguir las huellas que le mostraba el camino.  Si, se cansaba, pero solo un rato, quizás ver las manitos de sus niños o sus ojos grandes, la impulsaban a dar el siguiente paso.
Veía su infancia ahora a lo lejos, allá donde era primavera en la higuera. Ahora, quería regalarles a sus niños la mejor niñez que pudiera conseguir.       







El Silabario



– O-jo, o-j-o,j-o, jo
– Pero sigue con las otras letras, si esas ya te las sabes – Dijo Lucía
– Si es que quería practicar, pero ¿Sigo con la “mano”?– decía Sara con su voz pequeña.
–También te la sabes, deberías seguir con “nido”. – dijo Lucía mientras ponía vasos de grueso vidrio verde sobre la mesa.  Un jarro de agua y la olla humeaba un aroma cálido a carne y papas.    
–Nido, ni-do, n-i-d-o, n-i, ni, d-o, do, ni-do, da-do, na-do, na-da, di-a, a-ji, mi, mi-o, li-ma, mi-na, di-jo – leyó Sara siguiendo el ritual, apuntando cada silaba con su índice.
– ¿Mami tú fuiste al colegio? – Preguntó la niña.
–No hija, no podíamos, no tenía ropa ni cuadernos, por eso tú tienes que aprovechar y estudiar mucho.  Aparte andábamos por todos lados y a tu abuela no le interesaba mucho. – Explicó Lucía.– Ahora es muy importante  que tu estudies, para tener un buen trabaja y un mejor vivir.


Lucia sin saber leer, ayudo todos sus niños a que aprendieran. A ratos parecía saber mucho y los niños le hacían caso.  Se apoyaba en el silabario hispanoamericano o “el Ojo” como le decían y que lo repartían en los colegios en esos años.  De tanto enseñar debe haber terminado aprendiendo, pero nunca se supo bien eso.  Se enojaba mucho si ellos no querían estudiar o leer,  de un solo grito los hacía sentarse, a unos más que otros, según lo porfiados que fueran, eran todos tan distintos.   Le ayudaba también en las caligrafías, que hicieran sus letras redonditas les aconsejaba.
Sabía de matemáticas, sumar, restar, multiplicar.   Daba las instrucciones para que hicieran sus ejercicios sentados a la mesa, o donde fuera, pero tenían que leer y hacer sus tareas, con algunos y algunas luchó más que con otros.  Pasaba rabias, pero sabía que se lo agradecerían tarde o temprano.      
Ella tenía la convicción de que todos tenían que ir a la escuela y que estudiaran lo más posible.  Era la única responsabilidad que les exigía con fuerza a todos. 

Tener la ropa, los uniformes y todos los útiles era difícil, el acceso seguía siendo complicado.  Partías  las gomas en dos o tres partes, para repartirlas entre hermanos, o simplemente borraban con migas de pan,  los lápices también los debía partir en dos, incluso los zapatos negros para el colegio, los usaba en la mañana una niña y la otra en la tarde.

Cuando llego la edad de Hortensia, de entrar al Liceo, ella fue a ver a una escuela vocacional allá en Recoleta cerca de Santa Filomena el Liceo Nº4, cerca de donde ella había vivido cuando chica. En esos años, ella miraba por la mampara cuando tocaban la campana y las niñas igual que ellas, pero diferentes, se formaban uniformadas para entrar a clases.  A ella le hubiese gustado entrar ahí, de hecho cuando fue a dejar por primera vez a Hortensia, se lo hizo saber, le contó lo orgullosa que estaba de que su hija entrara a al Liceo, era la primera niña, ya Víctor había entrado al Liceo Francés y ahora ella su primera niña, se sentía feliz de poder entregar eso a su hija mayor.  Ella pudo finalmente entrar a ese colegio, ya no como niña, pero si como madre de Hortensia.  La admisión era exigente, pero la joven tenía las ganas y el talento y pudo entrar.
 A cada reunión de apoderados, que tenía que ir con Carlos como se lo exigían, se arreglaba muy linda y ella le exigía lo mismo a su marido, hinchaba su corazón humilde.  No faltó nunca  e hizo todos los esfuerzos posibles por llegar lo más lejos con su hija estudiando y con los demás que seguían las mismas huellas.  


A cada uno enseño a ser responsables, a responder ante  sus actos y formó una pequeña escuela de buena vida, de fidelidad y esfuerzo en las casa de Venecia.  




Respiros



Ese día había discutido con su madre. Lloraba mientras lavaba platos, nunca dejaba de trabajar, lloraba y sus ojos se humedecían y se enrojecían bajo la luz tenue de las ampolletas, su pelo largo y su cabeza agachada, no dejaba que sus hijos vieran las lágrimas.
Lloraba por que su madre había decidido irse al día siguiente, con un hombre de mal vivir como decía ella.  Lucía no quería que se fuera, ya había dado muchas vueltas y cada vez que se iba quedaba con el corazón en la mano, triste y pensando en ella.
A la madre de Lucía, le gustaba que le dijeran Clarisa Castro Castro, no era muy anciana pero su apego al trago, le había deteriorado rápidamente, había sido muy bella en sus años, Lucía y las niñas admiraron sus ojos verdes.  Un día, en un remolino en un tierral, se le metió una astilla en uno de sus ojos, cuando fue al médico ya era tarde y terminó perdiendo el ojo, eso la hacía ver más vieja todavía. 
Clarisa adoraba a Carlos Hugo, con quien más compartía, “Mi Caballito Loco” le apodaba,  varias veces se lo llevó a recolectar vidrios y huesos para venderlo luego.  Lo llevaba un rato, Lucia solo permitía eso, un rato.  A la vuelta pasaban a algún lugar a tomarse algo, lo invitaba una bebida y ella se empinaba una caña[20]. Cuando llegaban a casa Carlos Hugo alegaba a garabato limpio con su abuela porque repartía mal las ganancias.  El niño ya sabía la diferencia de las monedas.  

Esa noche Clarisa, después de discutir con Lucia, había mandado a la pequeña Lucy y a Julia a comprar un poco de vino para beber antes de dormir.  Mientras Lucía preparaba un queque para Julia,  que debía llevar a la escuela al día siguiente.   Las niñas trajeron el vino y ella se acostó en la pieza oscura. Bebió un poco. Y acostada se acurrucó hacia un lado.  Tencha también estaba ahí cerca.  La mayor de las niñas, escuchó un extraño hipo, unas tres veces sintió el sonido y luego la abuela expiró extrañamente, parecía que dejó de respirar y Tencha se asustó.
– ¡Mami! Mira mi abuela… – dijo Hortensia
¡Ama! – Dijo llamando Lucía. Acercándose movió a su madre tratando de despertarla, ella no reaccionaba y parecía no respirar.
– ¡Carlos! – Grito ahora Lucía con la voz resquebrajada. –¡Mira po’ Carlos, esta señora parece que se murió aquí  pues!
– ¡Julia! Trae el espejo que tengo encima del mueble – dijo Lucía mientras daba vuelta a su madre y le volvían las lágrimas.
Ya se habían acercado los demás, Lucia puso el espejo cerca de la boca y la nariz de Clarisa y no salió aire, nada empañó el espejo.  Su madre Clarisa no respiraba y estaba muerta. Los ojos de Lucia se humedecieron más y tiritó un poco su mentón. Las niñas estaban asustadas y se acercaron a su madre a abrazarla y lloraron un momento juntas.


Carlos se decidió y fue a la comisaría, que quedaba a varios pasajes de la casa, atrás de la capilla en medio de La Legua Emergencia[21], a dar aviso a los carabineros del fallecimiento de Clarisa.


Se fue su madre a descansar, Lucía también descansó.

El abuelo Mecho, como los niños habían bautizado ya de viejo a Nemesio, estaba enfermo y se quedaba en su pequeña pieza que ocupaba en la casa, sus ojos se habían cegado.

Sus nietos y nietas lo sacaban cada cierto tiempo a que sintiera el sol en su piel al menos,  él sabía cómo crecían sus nietos por sus voces, y les agradecía los paseos con algunas palabras cariñosas, sus ojos blanqueados por las cataratas intimidaban a muchos, pero el apacible anciano no molestaba a nadie, solo a veces hablaba fuerte  y ronco, alargando las palabras desde su cama. 
– ¡A ver!, ¿Quien anda ahí? ¡Carajo! – decía como para asustar a los niños, pidiendo respeto por su espacio, pero nada más.    

Ya habían pasado varios años del fallecimiento de su esposa Otilia, su único hijo Carlos le había cuidado sus últimos años ahora ya tenía casi ochenta años, quizás más de ochenta.     

Julia lo fue a despertar para almorzar un día, como lo hacía cada día, solo casi para eso salía de su habitación.  Siempre decía algo, para que se enteraran que el había escuchado. Esa vez él no respondió.  
Cuando lo fueron a ver, curiosos por qué no se acercaba a la mesa, todavía estaba en cama.  En silencio había fallecido, nadie sabe muy bien a qué edad, ni de qué enfermedad, todos hablan de muerte natural.  Allá, alrededor del año 1963 falleció Nemesio Concha. Tampoco se sabe muy bien la fecha.



Josefina


“Lleva la vida entre los huesos y la carne,
en la vena que cruza el cuerpo cansado
y que llega a la sien, tarde o temprano. 

Ha trabajado toda su buena vida, tu vida,
por verte libre y entre los árboles jugar,
reír  amar y ser amada”


Faltaban casi dos horas para que saliera el sol, hacia frio en esas fechas, mucho frio y caía una pequeña brizna afuera, una delgada neblina bajaba casi imperceptible.  La calle y todos los potreros estaban oscuros, allá las canchas llenas de posas de agua, reflejaban a penas, las luces tenues, entre amarillas y anaranjadas, que colgaban de los postes de madera,  parecían las luces de un puerto lejano. Había llovido durante la noche, el asfalto desgastado y carcomido estaba húmedo y oscuro.  No había muchos que se levantaran a esa hora.  Los perros callejeros, mojados, casi congelados, no le ladraron ese día.   
El había ordenados rápido y hábilmente los diarios y los había metidos cada uno dentro de  una bolsa y luego todo juntos en la caja que estaba amarrada a la bicicleta.  Llevaba puesto, un chaleco grueso café tejido a mano, encima una chaqueta larga y oscura, un gorro de lana cruda y un par de guantes, se puso una amarrita en el pié derecho, para no pescarse el pantalón con la cadena. La bicicleta roja, fría y un poquito oxidada  estaba lista, era bicicleta de dama lo que le había costado varias burlas de sus amigos, “La Josefina” la había nombrado. 
Empujó suavemente la bicicleta, silenciosa hasta llegar a la calle.  Se subió y  pedaleó lento al principio.  Respiró profundo y sintió el aire frio de la mañana entrar por sus narices y llenar su pecho.  A veces en la soledad del pedaleo, parecía que le hablaba y le daba las gracias a su Josefina. En realidad le hablaba a ella para darse fuerza a él y pedalear varias horas y entregar el diario a tiempo, pare ir luego a su otro trabajo en la tarde y llegar bien a su casa. 
Pedaleaba varias horas al día arriba de la Josefina, esquivando autos y tirando hábilmente los diarios a las casa, sin detenerse ni bajarse.        



–¿Donde estará Carlos? – pensaba y lloraba hacia dentro sin lágrimas, que sus hijos no la vieran – ¿Dónde más puedo ir? No quiero pensar más tonteras, debe estar bien. Hay Señor tráelo luego, que llegue luego. – Miraba hacia un horizonte perdido, quizás pensando en algún  lugar desconocido.   
– Víctor – llamó a su hijo – ¿Porqué no vas a ver a tu tío a allá  al Pinar y van de nuevo a Providencia a buscar a tu papá? Debe estar por allá. – Dijo ella con tristeza en la voz.
El también estaba preocupado y triste.  Iría, pero cada vez se hacía difícil que las esperanzas no se disolvieran, ya habían ido a la morgue de algunos hospitales, a comisarias. Ya le habían preguntado a varios amigos, familiares cercanos y lejanos, consultado en los dos trabajos que tenia.  Lo habían ido a buscar  a muchos lugares sin ningún resultado. 
 Había salido hace seis días en su bicicleta, en la mañana muy temprano, bien abrigado. A repartir el diario en el sector alto de la ciudad. Desde ese día no había llegado, desaparecido no había dado luces de ningún tipo, nadie sabía nada de él.  Algunos temían lo peor y en casa la desesperanza crecía. 
    


-Buenas tardes, sabe ando buscando a un caballero, es mi papá, hace seis días se perdió, lo hemos buscado por todos lados, puede que haya sufrido algún accidente –
–¿Cómo se llama su papá? –  dijo la señora de la recepción.
– Carlos Concha Navarrete –  dijo Víctor con voz clara. 
– Espéreme voy a ver –  dijo ella y comenzó a buscar en las carpetas encima del escritorio, se dio algunas vueltas, abrió un par de cajones, miró en el estante de más arriba, inclinándose.  Atendió a otra persona, mientras Víctor esperaba.   Era la segunda vez que iba a ese lugar, la primera vez no lo habían tomado mucho en cuenta, quizás porque eran menos días o la simple voluntad de quién lo atendió esa vez, no fue la de ahora.  
– Joven – dijo la recepcionista –  No hay nadie con ese nombre aquí, pero revisando tenemos a una persona que no sabemos nada de él, está aquí como N.N., sufrió un golpe fuerte en la cabeza, estuvo inconsciente y perdió un poco la memoria, está como confundido todavía, lo trajeron los carabineros hace casi una semana. Acompáñeme por acá – la señora comenzó a caminar con pasos cortos pero rápidos, hasta que llegó a un sala donde habían varios enfermos.  Víctor caminaba un paso atrás por los laberintos de la clínica,  y cuando llegó a la habitación, le costó reconocerlo, pero al final vio a su padre durmiendo en la camilla.
– Si, él es mi papá, pero ¿Que le pasó? – dijo Víctor acercándose rápidamente a un costado de la camilla, puso su mano en el hombro de su padre, sintió un alivio enorme.
– No sabemos mucho – respondió la señora - Carabineros lo trajo por que al parecer cayó de su bicicleta, lo encontraron tirado en el suelo inconsciente, aunque también lo podrían haber asaltado, la bicicleta quedó en la comisaría, quizás lo empujó algún vehículo, no se sabe que le pasó.  Lo que sí, tiene un golpe en la cabeza que le hizo perder la memoria, como le decía, por  eso nosotros todavía lo tenemos ingresado como N.N.  El no sabe muy bien donde vive, como se llama, quizás no lo reconozca a usted tampoco.




– Aquí tenemos las bicicletas – dijo el cabo, apuntando con su mano abierta mostrando un montón de bicicletas arrumbadas, una a una,  apoyadas entre sí. Viejas desarmadas, con las ruedas chuecas y desinfladas, bicicletas de colores oxidados y entierrados.
-Que hubo. Esa es la Josefina, esa no se me olvida. – dijo Carlos apuntando su bicicleta.

 

[1] N. del A.: Después de la publicación  de este primer capítulo en “La Sombra del Nogal”, surgió información con respecto a esta etapa de la vida de Lucía que podría ser relevante para otros investigadores, por lo que decidí dejar esto como nota de autor.
                El Hermano de Lucia, Félix antes de fallecer se habría casado y podría haber tenido hijos en ese matrimonio.
                Lucía habría tenido un tío llamado Raúl Arriagada Castro, que sería hermano de Clarisa y que fue poco relevante en su vida, ya que, Lucia habría tenido muy poca relación con él, este tío también podría haber tenido descendencia.      
         
[2] El Regimiento Nº2 Maturana, es un regimiento de artillería montada. Este estaba en el centro de Santiago ahora se encuentra en la Unión al Sur de Chile.   
[3] Juan Andrés Fuentes Navarrete y María Otilia Navarrete López, serían primos.  
[4] Este número es aproximado, ya que, en algunas entrevistas hablan de 8 hijos, otras dicen 3 pares de mellizos y otras entrevistas hablan de 9 hijos.  
[5] No está confirmada esta información, pero es lo más probable, ya que,  es ahí donde realizaban todas estas ceremonias, era la única iglesia en las cercanías, de la población O’Higgins.
[6] Víctor Hernán Concha Ulloa 25 de Enero 1949
[7] Hortensia Elisabeth Concha Ulloa 26 de Enero 1951
[8] Lucia Irene Concha Ulloa 9 de Octubre de 1953
[9] Sara Deidamia Concha Ulloa 26 de Agosto 1955

[10] Carlos Hugo Concha Ulloa 16 de Noviembre 1956
[11] Hugo Haquin Fuentes, era sobrino de Carlos. Hijo de Marta Fuentes hermana de Chela y Andres.  El se fue joven al sur a Osorno.  Muy cercano cuando joven a Lucia y la familia.
[12] Verónica Adelaida Concha Ulloa 8 de Noviembre de 1958.
[13] Microbús, locomoción que corría desde el oriente hacia Franklin que pasaba por la calle Gran Avenida José Miguel Carrera.
[14] Actualmente Alcalde Pedro Alarcón
[15] En esas fechas el Hospital San Borja, funcionaba entre Lira y Carmen a la altura de Marcoleta o Alonso de Ovalle, cerca del mercado en el centro mismo de la capital. Ahora ya no existe.
[16] Olga de las Nieves Concha Ulloa 24 de Mayo 1960
[17] Parral, Región del Maule. Chile.
[18] Esquina de Santa  Catalina con Alc. Pedro Alarcón.
[19] Misael Arnoldo Concha Ulloa 18 de Marzo  1962
[20] Vaso largo con vino o pipeño que vendían en las cantinas o pequeños bares de la población.
[21] Comisaría en la calle Santa Elisa, casi llegar a la calle Alcalde Pedro Alarcón. Hoy no existe. 








11 comentarios:

  1. Snif!! Abue.... como te extraño!... Gracias Primo por estas hermosas Lineas! =) ayudan a conocer (por lo menos a mi) cosas ke no sabía. =( ... Snif!... Gracias.

    July.

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  2. Buen relato de parte de esa pequeña y gran historia que debemos revertir. aun cuando han pasado los años siguen habiendo pequeñas lucias.que deben refugiarse en alguna Higuera para matar el hambre y los malos recuerdos. gracias Pedro.
    Víctor.

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  3. Gracias por los comentario, esa es mi idea que todos conozcamos mejor esta linda historia y que recordemos siempre de donde venimos, para saber hacia donde vamos.
    Saludos!!!

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  4. pedrito q bueno lo q hiciste es demaciado emocionante algunas historias la mami me las conto cuando me pasaba del liceo a la casa de ella ......... todo muy lindo primo

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  5. Que bueno que te guste Paolita... y que bueno que tuviste el privilegio de escuchar estas historias de la voz de la protagonista, no todos tendrán ese privilegio... Gracias por comentar! Saludos

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  6. Ke Romaaaanticooo! Morí! jajajajja
    me imaginé a la mami tirandole ramas al Papi y a la otra mina! jajajaja
    Gracias Pedrito.
    July.

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  7. olle lagartija en ese tiempo no existian las bolsas de plastico menso todabia te queda mucho camino en este libro te felicito yo soy clementina que tanbien tiene su historia (tu hermana)

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  8. jajaja... ya me lo habian hecho notar, de eso se trata, al menos hay algunos que están atentos a la lectura. Por lo general estos escritos pasan por un periodo de edición, donde se corrigen estos detalle, ortografía, sintaxis y concordancia. El segundo capitulo y otros ajustes, ya estarán listo este fin de semana...
    Gracias por comentar...

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  9. Ke bkn!! Me mantengo pendientende de la historia!! Por ke no es un cuento! Es HISTORIA!! =)

    July.

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  10. no tiene mayor relevancia para la hermosura de relato.solo como pregunta.ç
    el que victor y Hortensia aparezcan nacidos un 23 y un 24 de enero respectivamente es producto de alguna investigación, o solo de un pequeño confundido? mis registros son 25 de enero Víctor y Hortensia un 26 de Enero dos años después. tampoco piter tiene relevancia el que Vero haya vivido solo 19 meses y no 3 años como escribes.y el lugar de fallecimiento fue el Hospital San Borjas cuando estaba entre Lira y carmen por Marcoleta o Alonso Ovalle. cerca del mercado que fueron borrado por el progreso (Remo-delación) San Borja)te cuento mas impresiones. un abrazo vic

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    Respuestas
    1. Hola tio, gracias por leer y sobre todo por los comentarios que dan ánimos y lo mejoran.
      Las fechas de nacimiento deben ser un error o confución, que claramente corregiré. En cuanto a la tía Vero, no tenía los datos de edad de fallecimiento al momento de redactar, ni donde había ocurrido. Los agregaré luego como notas, para completar la información. Anda por ahí la libreta de matrimonio, pero al parecer solo aparecía la fecha de nacimiento.

      Gracias Nuevamente

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