jueves, 30 de mayo de 2019

Tres cuentos cortos para un café.


Primero

En sexto año básico, la profesora de francés nos pedía que nos paráramos arriba de nuestra silla a recitar un poema en francés, a todo el curso presente;  cuarenta y cinco niños en la sala.  El poema hablaba sobre el otoño;  sobre las hojas cayendo en un mundo de chocolate.   Las sillas  y mesas eran de madera, el piso también y el cielo de la sala a unos cuatro o cinco metros de altura, hacía de la acústica de la sala algo compleja. El eterno rechinar de los muebles, el golpeteo de las suela de la profesora y  el cuchicheo de los compañeros,  eran  obstáculos ya advertidos por la profesora.  Uno ventanales gigantes daban a la calle Santa Rosa.  Afuera y desde arriba de la silla se podían ver los enormes álamos doblándose con el viento.  Mis piernas temblaban me acuerdo.  Había que sacar la voz en un idioma que es más bien… suave.  Al terminar marcaba el cuaderno con un  “très bien” o un “Excellent” escrito en verde.  Ella explicaba que con ese color escribía Pablo Neruda y que a ella no le gustaba el lápiz rojo.  Era un alivio el término de la poesía, también el fin de la espera.  

Al salir de clases, las calles estaban llenas de hojas.

Les feuilles tombent et tombent
dans un monde de chocolat.

Este es el final del poema.  Lo demás no lo recuerdo.


*** 



Segundo

Las latas

Un gato romano se atrapó entre una latas de zinc en el patio de atrás, allá en la casa del nogal.   Lloraba de forma terrible.  El gato no era de los que habitaban la casa, era un animal joven que no había visto antes y  nunca supe si era macho o hembra.  Estaba entre dos latas que el vecino de atrás había  levantado para mayor privacidad, supongo.  Había caído justo donde las latas formaban una V.  Gritaba, rugía y no tenía donde apoyarse para salir de su desgracia, sus patas habían quedado lejos del alcance de todo y parecía que su propio peso, ocasionaba que las latas se le incrustaran a la altura de las costillas y lo lastimaran.  Me acerqué. Había que ayudarlo.  Le hablé para intentar calmarlo de alguna forma. Quería que supiera que lo ayudaría.  No podría hacerme el desentendido, como que nada pasaba y dejarlo ahí, gritando y sufriendo.    Es lo que haría cualquiera en mi posición, supongo.  Podía ver el dolor es sus expresivos ojos naranjos. Tampoco podía ir por ayuda, no había mucho más tiempo.  Me dejó tocarlo.   Me tuve que subir a unos ladrillos arrumbados para acomodarme mejor. Cuando lo levanté para sacarlo, una de sus patas me clavo cada garra en el dorso de la mano. Sentí un dolor agudo como un shock eléctrico o como una quemadura de fierro caliente.  En cualquier otra situación lo habría tirado lejos,  pero no podía dejar que cayera otra vez entre las  latas y por ayudarlo terminaría peor.   Eso lo pensé en milisegundos, al parecer. Así que, al parecer superé mi instinto y lo levanté un poco más; con las uñas clavadas en el dorso de mi mano y equilibrándome en los ladrillos.  Lo empujé al patio del vecino.  Se llevó un poco de mi piel en las uñas,  solo me queda una pequeña cicatriz.  Lo putié un buen rato, el corrió desaforado por entre los árboles y no lo vi más, así que no me escuchó.  No tengo pasta de superhéroe, pero a esa edad uno es era más humano.
  

 ***



Tercero

Bonsái.

Hace años aprendí mucho de los árboles, técnica de cultivos, formas, orígenes… Estudié el bonsái, en su filosofía, su estética, su ética, su técnica…  Aprendí nombres científicos, familias, géneros, especies y variedades.   También de sus “comportamientos” y/o reacciones.  Me aprendí cada una  de sus partes y sus formas, tipos de hojas, flores, reproducción…Me metí en los cuestionamientos y en las críticas sobre la extracción de árboles de la naturaleza para ser cultivados como bonsái.  Se decía que era como tomar un pájaro y enjaularlo, lo creí así también en ocasiones.   Me cuestioné sobre el sufrimiento de un árbol al practicar el descortezamiento o la defoliación. 
Luego de un tiempo de estudiar sus nombre y todas la técnicas, empecé a observarlos en su naturaleza, podía verlos grandes e imponentes.  Los admiré y los admiro.  Su fortaleza su perseverancia, su porfía.  Me gustaba definir su “técnica” de cultivo de forma natural, si era Chokkan,  Shakan o Han Kengai.  Todavía cada cierto tiempo, miro un árbol digo su nombre y el estilo de bonsái que tiene para crecer.  Ya casi no cuido bonsái.
Lo hacía porque me calmaba y porque creía que cada acierto y cada fracaso me ensañaban algo.  Murieron mucho de ellos cuando comencé a quedar sin tiempo.  Eso fue lo último que me enseñaron, mis pequeños bonsái. Que no puedo hacerme cargo de una vida, sino tengo tiempo.    Ni siquiera de la mía. 

Ahora, tengo un bonsái de una crassulas ovata, árbol de jade, y una portucalaria africana. Ambos exigen pocos cuidados, casi no piden agua.  Me gusta observar los árboles y me empecé a interesar más por sus habitantes. Pájaros, gatos, insectos y de alguna que otra persona, que saben que viven de ellos.

No sé muy bien porque les cuento esto.   Deben ser los haiku. 

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