viernes, 13 de julio de 2012

Volvamos

                Ayer.  Me soñé como árbol a la orilla del acantilado y tú eras silueta azulada a la orilla entre las rocas y la espuma.  Yo te enamoraba con el sonido del viento entre mis ramas y tú a mí, con el rugir del agua violenta de tarde anaranjada.  Yo te decía poesías al oído y los pájaros se descolgaban del cielo, se desplomaban y sus gritos los apagaban las olas.
                Desperté lejos y me recordé de pescador, mire mis manos arrugadas ahora sin red.  
                Ah… mar que tiempos de mar.  Ayer vi un pájaro en picada en tu mirada.  ¿Volvamos?


Pichidangui IV Región 2011 (Pedro Toro)

La Señal

                Me sudaban las manos, el pecho se cerraba y mi respiración se aceleraba y se hacía más profunda, como para captar más aire.  Sentí calor en mi sien. Me saqué el sombrero y las gafas. Mi mano derecha tibia, temblaba casi imperceptible. Al mirar mi mano temblando, una pequeña mueca de sonrisa involuntaria, sentí que se esculpía en mi rostro. Sonreía, y ya no era yo. Ya me había atrapado, como antes.  Esta vez la lucha contra el perro negro, que es la locura, no la ganaría, no me había dado tiempo de reaccionar. Ya era tarde, ladraba en lo profundo de mi cabeza, fuerte, tragándose mi conciencia.  Ahí estaba. La señal de siempre en la cama.  Yo frente a ellas, las dos horquetas negras cruzando sus dientes de muerte, iluminadas por el rojo sol de la mañana. El otoño había llegado, era tiempo de muertos y perros desatados.

Making Leaves by Arthur Tress


lunes, 9 de julio de 2012

Crepitar

A la soledad de Aquilino.

                Un tatuaje en su ante brazo izquierdo dibuja una gruesa sirena, cruzada por las venas amoratadas y la pequeña figura escondida, con los pezones al aire y su cola enroscada, mostraba los días que había estado preso. Su camisa amarilleada por el tiempo, arremangada en ambos brazos mostraba sus manos arrugadas de tanto esfuerzo.  Un cuello de un abrigo café y una barba cana larga descuidada, tapaba su cara hasta los pómulos.  Apenas dejaba ver sus ojos, el pelo que le caía en la frente.  Atrás de él su carretón de madera y rodamientos rechinaba contra el asfalto.  Un perro cabizbajo y otro altanero lo custodiaban a cada lado, escoltando su caminar lento y cansado.
                La tarde se enfriaba en Julio  en Santiago, una bruma fría, la contaminación y el color de la ciudad gris, conjugaba con los colores oxidados de las ropas de Aquilino, de sus perros escoltas,  su vehículo  y su carga que la componían, un par de forros de bicicletas usados, varias cajas de cartón, sucias botellas de cervezas y una muñeca calva  y sin ropa.   
                Llegó finalmente a su hogar, dejó el carretón afuera, los perros entraron primero ladraron y saltaron un poco. Aquilino entró tras ellos, metió la mano a una bolsa con mendrugos de pan que tenía colgada de un clavo alto casi a la entrada, les tiro algunos pedazos a los perros que de un par de tarascones, se los tragaron.  Un gato miraba todo con la indiferencia y el cinismo de los gatos. 
                El hombre, se sentó en el colchón de espuma que tenía por cama, tenía varias frazadas que hedían a tiempo y desganas.  Buscó con la mirada entre la infinidad de cosas que tenía acumulada. Entre las cajas de botellas, las pilas y torres de papeles y cartones, los sacos con juguetes plásticos que se confundían con basura.  Tapas, latas, cables, tanta cosa que había acumulado en estos años desde la muerte de Amanda, tantas cosas que le servirían en algún momento según el.  A sus ochenta años debía sobrevivir como fuera y dejar a sus hijos tranquilos, no quería nada de ellos. Nada de nada. No necesitaba ahora de su ayuda,  era autosuficiente, independiente.  Tampoco aguantaría ninguna humillación más de sus cinco hijos, que lo habían abandonado y que según él no lo entendieron nunca.   Menos todavía aceptaría plata de su hija, la traficante de droga que ahora lucía joyas en sus dedos y su cuello, pero que al mirarlo se le caía a pedazos la cara. Vergüenza.  El viernes iría a vender algunas cosas, los pedazos de vidrios y huesos primero, que era lo más pesado.  Total tenía para comer un par de días.

                –¿Dónde estará el carbón? – Pensaba y hablaba al mismo tiempo como una sola cosa – ¿Dónde lo abre guardado?  No me acuerdo. Si no, tiro los palos esos al fuego.  Primero las velas. ¡Augusto, Perro huevón mira la cagaita que te mandaste aquí! ¡Te voy a sacar la mierda! Si huevón escóndete no más. Hacete el huevón. ¿Vocrei que yo soy huevón?
                –Pucha no encuentro las velas, pero aquí está el carbón- pensaba ahora, mientras hurgueteaba entre toda su acumulación.  Se movía rápido para su edad, la vista le fallaba y veía más manchas que cosas y la tarde se oscurecía rápido, mostrando a duras penas los últimos pedazos de cielo naranjas del día.
               

                  Prendió una vela, que había encontrado entre los juguetes y la puso al centro de la mesa de fierro, helada como todo su hogar.  Movió las cenizas del brasero esparciéndolas bien con un pequeña palita que también había encontrado en sus interminables caminatas diarias buscando cosas que le servirían o que pudiera vender.  Tomó algunos trozos de carbón que ennegrecieron aún más sus manos y sus uñas, los acomodó dejando un poco de espacio entre ellos.  Arrugo un pedazo de diario y lo metió entremedio.  Prendió el papel con un encendedor que guardaba siempre en el bolsillo de su abrigo.  El carbón comenzó a humear. El trajo una pequeña banca de madera, arrancó de un caja un pedazo de cartón, lo estiró y le hecho aire al fuego.  Las chispas saltaron iluminando su rostro y sus manos, una llama azul y roja apareció entre el carbón. Él le echó otros pedazos de carbón y unos pequeños maderos.

               

                 Los perros ya se habían estirado encima de unos restos de ropa y un cartón, todo húmedo, solo el día anterior había llovido mucho y la onda polar la anuncian por la vieja radio a pila que ahora sonaba desde encima de la mesa de fierro y que Aquilino la guardaba como un verdadero tesoro.  La pequeña y casi inútil llama de la vela bailaba despacio mientras en la radio anunciaba ahora, que los precios de la bolsa de Santiago estaban en alza.  Aquilino, se había acostado en su colchón, solo se sacó los zapatos y se tapo con sus frazadas.  En su bolsillo todavía le quedaba la mitad de un pan envuelto en una servilleta, que una buena mujer le había entregado a la hora de once. Comió el pan y se durmió cansado mientras miraba las chispas y las llamas del fuego.
                El frio afuera escarchaba los pavimentos, mientras pequeñas gotas sonaban en las latas del techo, los perros enroscados parecían inertes y a ratos se perdían en entre los colores de cartón fierro y papel.  La habitación se llenaba de luz danzante que jugaba con las sombras y los sueños de Aquilino.  El fuego crepita y se llena la pieza de una infinidad de luciérnagas y de ilusiones.  Como pequeños insectos vivos las chispas atrapan papeles y el frio polar de esa noche, se vistió de llamas eternas que lo envolvieron suave y trágicamente a él, sus perros y sus cosas acumuladas, que fueron el combustible para que partiera a su última e interminable caminata.      
Fotografía: Daniel Mendez. Linares 2010

   
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