lunes, 26 de febrero de 2018

Al final de la Fiesta.


Al final de la Fiesta.

A mis compañeros y compañeras


No sé cómo se llamaba la población, pero quedaba en La Florida, me acuerdo que no me daba miedo andar solo por esos lados, ni siquiera de noche. Hoy sí. Quizás tendrá que ver con dónde y cómo me crié, eso sumado a esa irresponsabilidad adolescente, esa tonta y linda manera de vivir como si fuésemos indestructibles. Sin miedos.

Un compañero había invitado a su fiesta de cumpleaños. Tenía algo de popular el cumpleañero.  Medio rebelde, bailaba rap en los recreos, hacia grafitis en su croquera en clases, una especie de galán winner del curso, simpático, buena tela, le iba bien con las minas, eso decía él, y los estudios no eran su fuerte, en eso le iba mal.  Quizás sea duro leer esto, pero es la pura y santa verdad, bajo nuestros estándares impuestos.  No era ninguna lumbrera, él lo sabía, todos lo sabíamos.  Bueno, pero ese no es el tema, eso daría para otro cuento completo y no me quiero desviar.  Lo que sí quería en este texto, es relatar el instante final de esa fiesta.  La pasamos bien antes del final. Supongo que bailamos, música fuerte, poca conversa, algunas miradas coquetas, harto humo, luces de colores, piscolas, cervezas, me imagino que mucho pito, yo no vi tanto, andaba en la mía, compartiendo con los compañeros.    El final de la fiesta tiene algo de belleza inexplicable, algo que recordé varias veces, pero solo pude darme cuenta ayer, a través de los ojos de mis compañeros, que no era cualquier recuerdo.  Pensé que yo era uno de los pocos, quizás el único que me acordaba del momento, había tomado lo típico, pero en la fiesta había estado bien, así que me acuerdo perfectamente lo que hice.  Me acuerdo de no haber dicho mucho, de haberme quedado tranquilo, disfrutando.  Quizás nunca seamos capaces de ver todo los detalles, porque varios de los que estuvimos en ese minuto, lo vivimos de manera distinta, pero sin embargo un recuerdo que perdura por veinte años o más y colectivo, no es algo menor.  Creo que estuve en varios instantes similares en otras fiestas.  Un espacio de sosiego al final de la fiesta, algo de cansancio, pero tranquilidad, paz y compañía. 

Esa noche nos quedamos dentro de la casa de la fiesta, guarecidos de lo que podía pasar afuera. Ya se había hecho tarde para salir de ahí, no había locomoción cerca y de todas formas era peligroso andar por ahí a esas horas. Parece que la población era peligrosa a toda hora, no sé qué tanto.  En fin, muchas escusas perfectas para quedarnos ahí, juntos y hasta enredados.  Algunos sentados en el piso, apoyados su espalda a la muralla. Otros, entre los brazos de otros. Apoyados quizás en otro compañero, hombro con hombro. Recostados, descansando  las cabezas en los muslos de uno o de otra, mirando el techo, o el horizonte oscuro y la luz apagada.  La música más baja. Ya no quedaban piscolas, ni cervezas, ni tampoco las ganas de seguir tomando. Al menos a mí, ya no.  Algunas risas, alegatos, quejas, hasta que todo queda en silencio, en complicidad, de esos pocos y mágicos momentos. De eso nos acordamos todos. Silencio. Quizás se podía escuchar el suave sonido de los besos y las risas en murmullos. 

A la distancia del tiempo, veo ahora esa sana y honesta inocencia, viviendo los mejores años quizás,  sin traiciones, nada de todos esos vicios que entregan: los años, las malas experiencias, los desaires, los egos, la academia, los divorcios, el trabajo, la oficina y tanto más.  Me acuerdo de ese silencio que quizás mostraba  el no saber mucho lo que hacíamos, pero que si nos gustaba lo que hacíamos, nos cuidábamos, nos queríamos, estábamos en la misma.

Quizás no nos podamos poner de acuerdo en tantas cosas ahora, porque estamos lleno de eso que deja la vida, arrastramos tantos lastres, dejamos que rencores inútiles que son como verdaderos gusanos mentales, nos cambien; transformen nuestras esencias.   Quizás en eso momentos no teníamos nada, pero teníamos lo que necesitábamos.  Necesito eso ahora, puede ser una necesidad adolescente, poco madura quizás.  Aquí se pueden reír,  pero ¿Cuánto de nosotros dejamos allá, al final de la fiesta?  No es nostalgia inútil esta vez.  Es solo atender lo importante, lo esencial y lo olvidado.  No somos una suerte de preciosas coincidencias, ni tampoco una mera selección natural azarosa de personas en un lugar cualquiera.  Todos queremos estar ahí, estuvimos ahí con lo que necesitábamos, sin más, al final de la fiesta.  Y cada cierto tiempo queremos volver a ese lugar común. Y los que queremos, volveremos cada vez.

06.04.2017


Piedra de mala bajada. parque Puquén. Los Molles




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