miércoles, 13 de noviembre de 2013

El Richard


Sus ropas anchas y blancas casi reflectantes, desentonan en  una población gris y ocre oxidada como esta.  Sus marcas deportivas relucientes y siempre a la vista. Su papada afeitada, ni un bello se le asoma, si hasta parece un niño, pero sabemos que no lo es, mató por primera vez a los 15 y ahora ya tiene el doble, el doble de edad y el doble de muertos en su espalda, y el doble de peso.  Me da asco. 
Reluciendo, siempre  el estúpido peinado que mantiene yendo cada semana a la peluquería del Maricón Salvo, córto a los lados y atrás, rapado que se vea hasta la piel, y un centímetro más largo arriba en redondo, como una aureola, o como una sopaipa, dicen los cabros chicos.  Desde aquí puedo ver brillar el gel. 
Lleva siempre dos cadenas, cordones gruesos de oro y plata que le cuelgan del cuello y que desentonan con la pobreza del barrio, a todas luces lo delatan, pero la policía no se da cuenta de eso, ni siquiera les parece sospechoso cuando lo saludan por las noches. Tampoco sospechan que no trabaje y que aparezca en la tarde después de almuerzo a pararse un rato en la esquina, frente al carro policial. No sé quién de los dos es más estúpido. Me gusta el detalle ese, que en la cadena de oro, cuelgue el Cristo bendecido por el cura párroco en el bautizo de su hijo al cual le llamó Jesús, el Cristo que se mece en el bamboleo del pecho del idiota, como buscando protección, el Cristo brillando al sol. 
Allá viene, su mano izquierda en el bolsillo y la derecha fuera balanceándola, larga, tendida, como inerte, varios anillos le brillan en sus dedos gordos y limpios.  El cuello un poco torcido, quizás le pese el arete de brillantes falsos en el lóbulo de su oreja.  Y una leve, casi imperceptible, cojera,  que yo no podría decir de cual pies proviene o cual cadera.  Me produce repugnancia o más bien vergüenza ajena.
Viene a mi casa,  mi perro le hizo pedazos dos sacos de cemento y los viene a cobrar.  Al menos no le debemos droga.

***

Cuando estuvo cerca de mí, pude ver que bajo su blanca polera en la cintura del pantalón llevaba un arma, debe haber sido una pistola,  debe ser por eso que camina extraño, como cojeando, con sus patas de alicate casi como jinete del oeste, salido de una película gringa.  Debe molestarle la cuestioncita metida ahí, entre sus royos de piel y la entrepierna, quizás se les resbala de puro sudor la pistola entre los calzoncillos.   
Cuando hablaba no modulaba bien y no entendí mucho lo que dijo,  hice el esfuerzo, pero la verdad, la saliva blanca que se le acumulaba en las comisuras de su boca seca, me distraía.  Preguntó por mi mamá finalmente. Le dije que mi mamá no estaba. Preguntó a qué hora la podía ver.  Yo le dije que en la tarde, después de las siete, que ella trabajaba.  Eso último lo dije con cierto énfasis. No creo que el idiota lo notara.  Se despidió diciendo algo que no puedo escribir, no por autocensura, sino porque fue un sonido gutural, extrañísimo y no estoy exagerando.

***

Tengo catorce años, el no tiene idea que yo también tengo un arma y que ahora lo destrozaré con palabras.



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