jueves, 23 de agosto de 2012

Septiembre 88

                Eran decenas de paracaídas que venían desde el cielo azul de septiembre, daban ganas de bajar del techo y correr hacia donde cayeran, pero al parecer siempre cae  mas lejos de lo que uno piensa, la avioneta bombardeaba el cielo con interesantes juguetes. 
                Yo estaba arriba del techo, en el cuarto de atrás, donde mi papá había tenido un taller de calzado. Al techo le faltaba varias planchas y me gustaba subir entre el empalizado a mirar los otros techos, me gustaba mirar las “Comi” de esas fechas, esperaba algún volantín cortado que pasara el hilo por mi techo.  Nunca pude encumbrar un volantín de forma decente, nunca tuve la paciencia.  El viento nunca fue mi aliado, bueno era más bien lo lerdo que podía ser yo para ese tipo de cosas. Porque me acuerdo que tampoco fui bueno para las bolitas, para el trompo, para la pelota, etc.  Me gustaba subir a lo que quedaba de techo e imaginariamente apostaba al mejor volantín según sus colores y esperaba que pasara la tarde. 
                Esa tarde una avioneta nos bombardeaba con pequeños paracaídas, quería correr para pillar uno, como corrían los niños por los techo por agarrar un volantín cortado.  Mi madre y las vecinas gritaban a los más pelusones, cabros claramente más choros que yo, que eran capaces de correr,  moviendo y quebrando algunos pizarreños que se lloverían en el siguiente invierno.  Y que le importaba bien poco lo que dijeran las viejas, sin ninguna culpa y cero conciencia, se morían burlescamente de risa después de sus pillerías.
                Los paracaídas volaban ahora lejos, caerían más allá del parque quizás, ya se habían quitado las ganas de correr.  Pero tenía la duda y tuve ganas de tener uno.
                A esa hora ya el sol se caía por entre los techos de la Emergencia, los volantines se elevaban siempre, casi siempre, hacia el noroeste y tenían que sortear los cables y árboles para llegar arriba. Costaban algunas monedas, pero agarrar uno que había sido cortado en batalla parecía ser más valioso.  Ahora si venía con hilo curado mejor aún.
                Ya había perdido la curiosidad por los paracaídas.  No me interesaba lo que traían, sino lo que decían.  Pero a esa altura en realidad ya no me interesaba nada.  Bajaría, pero ahora para ir a juntarme con mis amigos, a un par de cuadras de mí casa.

                Allá estaban ellos, mirando como los más grandes “curaban” hilo. Ya habían aporreado un tarro con un tubos fluorescente que habían molido y lo habían echado dentro, lo habían machacado hasta hacer polvo de vidrio.  El tarro retorcido, plano casi, no dejaba ver ninguna partícula de vidrio.  La cola caliente humeaba en una pequeña cacerola vieja y el dueño del hilo pasaba una punta atreves  de un corcho de garrafa.  Otro de los grandes, el “Sordo” Pato, intentaba sacar el vidrio molido desde la lata. 
                Algunos de mis amigos corrieron a las “pescas”, un “Pavo” de los grandes iba cortado y caería supuestamente en el callejón de Venecia aunque siempre pasaban de largo y terminaban en las industrias del callejón, pero igual entretenía correr quizás pescar el hilo.
                Ya de vuelta se volvieron a instalar a mirar el proceso de la “Cura”. Miraban mientras tiraban tallas y se burlaban de algo o de alguien, apoyado en la muralla, uno al lado del otro.    El ovillo de hilo estaba dentro de la olla, impregnándose de la cola, atrás venia otro de los grandes con el corcho sacando el exceso de pegamento y más atrás el dueño del hilo, llevaba en sus manos un cartón, con el vidrio molido.  Al hilo, con el pegamento le quedaban adheridas pequeñas partículas de vidrio, y lo enrollaban entre dos árboles a la distancia de unos buenos metros.  Varias vueltas se dieron entre los árboles, parando cada cierto tiempo, para ver los resultados, para arreglar el vidrio, para mirar la cola o el ovillo. Varias vueltas ante la atenta mirada de nosotros los más chicos.
               
                Un niño, más chico aún, jugaba con un volantín de plástico. Nunca fueron buenos los volantines de plástico, ni con mucho estampado, ni con muchos colores, los mejores eran de papel volantín y con buenos maderos.  El volantín decía “NO” y tenía un arcoíris  de colores, no lo pudieron elevar el niño y su padre, solo ganó unos metros desde el suelo, luego les ganó la paciencia.
                Desde el callejón venían los de Colchero, “Los Cochinos” les decíamos. Uno de ellos traía un paracaídas de esos que habían soltado desde la avioneta, uno de ellos venían jugando con el juguete, pasaron por el lado nuestro, no dijeron nada, eran menos esta vez.  Yo lo miré atentamente, el paracaídas decía con letras azules “Si” con una estrella como punto de la “i” y de él colgaba una bolsa de arena. 
                La campaña me  molestaba.   Me molestaba más, desde que mi madre había hecho tapar las consignas que mi hermano mayor había escrito en la muralla de nuestra pieza.  La había hecho tapar no sin antes sermonear a mi hermano. Retándolo y advirtiéndole que no podía escribir esas cosas en la casa. ¿Qué pasaría si entran los pacos a la casa, le preguntaba ella? Y mi hermano la miraba y no contestaba.
                Nos bombardearon con juguetes cuando éramos niños y queríamos jugar.  Esa tarde era septiembre, era once y nos entraríamos temprano.       

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