jueves, 6 de enero de 2011

La pichanga

               Se hacían cortas las tardes, con mis amigos, con mis compañeros de barrio, jugábamos a las más variadas cosas en esas tardes,  solo la lluvia podía impedir que a gritos los hiciéramos o me hicieran salir del letargo, a veces solo nos juntábamos por estar.  A pelar, a reírnos de nuestros defectos, de la gente que pasaba, a recordar anécdotas y aventuras.  Otras tardes, nos dedicábamos a jugar “Ataque”, al “Gran Santiago”, los mas intelectuales jugaban “Ajedrez”, en verano, nos gustaba jugar con bombas de agua, bolsas con agua, mangueras y cualquier cosa que nos mojara.  Incluso a veces, juntábamos plata para ir a una piscina, “Campo Lindo” era nuestro balneario.  Llegada la noche nos reuníamos, incluso a veces dos generaciones de hermanos, a jugar a la “Escondida Pelota”, nos cambiamos la ropa, acechábamos al que estaba buscando, algunos se entraban a su casa a descansar y después de media hora de buscarlo, nos dábamos cuenta de la trampa. También jugamos a los superhéroes, con capas de paño de platos e infinitos poderes y armas, a los pistoleros con armas de palos y clavos que nosotros mismos confeccionábamos, a peñascazo limpio.

Infinidad de juegos conocidos e inventados, algunos con más éxito que otros, algunos más complejos que otros. 

El deporte también era importante, las largas salidas en bicicletas, las innumerables caídas desde las ramplas de arena o madera que hacíamos en  el callejón, los patines, los carros de madera y rodamientos, las carreras, pero la mejor de todas “La Pichanga”.

A veces jugábamos diez jugadores por lado, a veces dos contra dos,  a veces tres contra dos con arquero jugador, en realidad esto daba lo mismo, la pelota tampoco importaba mucho si era de plástico, goma, cuero, sintético, si era de básquetbol, voleibol  o de playa, o la pelota que le regalaron a uno de nosotros para la Navidad, de todas formas nunca duraba mucho, terminaba siempre clavada en una de la rejas o donde nuestra querida vecina que las reventaba o en la gran industria del callejón.  Los arcos podían ser árboles, postes o piedras, según las dimensiones de la cancha que hiciésemos, la superficie, nuestra calle. El tiempo de duración, hasta que nos deshidratáramos, hasta la hora de once, hasta que a alguien lo llamarán, hasta que era hora de acostarse, hasta que se perdiera o reventara la pelota, o sea indefinido. El área y la mitad de cancha eran al ojo, los goles y las jugadas polémicas las arbitrábamos nosotros. 

El resultado, bueno, el resultado de la pichanga y de todos los demás juegos somos nosotros, lo que somos y lo que seguiremos siendo.  La lealtad, la amistad, la expresión de nuestras alegrías y penas, nuestras rodillas llenas de cicatrices y nuestros recuerdos.  No se en realidad, como sería yo, si mis juegos hubiesen sido el Play Station, el Nintendo, el Supernintendo, el Ultranintendo, las pistolas de plásticos con poderosas balas de plástico.
No culpo a los niños de hoy, nosotros teníamos nuestro espacio, la calle.

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