viernes, 4 de marzo de 2011

Soplón

En la rejilla del metro estaba el papel arrugado, enganchado con unos alambres de púas, ahora no tenía importancia, él se había liberado de ese estúpido mal entendido como había dicho Gabriel, su jefe directo.
Para él no había mal entendido, el contrato ahora destruido decía claramente, que él no debía matar, que su función era de simple soplón, informar a la CNI de los movimientos, anotando patentes, números de casa, números de teléfono, itinerarios y hasta lo que comían ciertos sospechosos. Revisar cuentas, y averiguar cualquier estupidez que se le ocurriera a Gabriel, pero no matar.
La infiltración era parte de sus funciones, pero nunca hablaron de cometer ningún delito, si solo se lo hubiesen insinuado jamás subiese aceptado, él se lo repetía una y otra vez, le preocupaba ese tema, sabía que en el algún minuto este trabajo se acabaría, por aquí y por allá se había escuchado de secuestro y torturas, pero él no creía en eso. Ya se estaba revolviendo tanto la olla, que a veces salían a flote una que otra cabeza de pescado, pero prefería seguir haciendo el desentendido.
Tenía claro desde un principio, que solo necesitaba trabajar y como le decía su madre, él quería llegar a su casa y poder abrazar a su pequeño hijo sin remordimientos y con la conciencia limpia. Cada vez que llegaba a su casa y besaba o abrazaba a su niño, se acordaba, como una espina en el sien, de las palabras de su madre y así internamente cada tarde medía su nivel de conciencia, como un examen de culpa.
En la mañana de ese día, cuando quiso quejarse, Gabriel no lo dejó, e incluso le ofreció unos bonos medios extraños, le dijo que tenía unos televisores que debía ir a buscar y si él lo acompañaba se quedaba con uno.
Ahora, se le revolvía el estomago solo pensar que esa tarde aún con el contrato roto, arrugado y en el piso irían a buscar a Sergio, un militante que había seguido muy de cerca, una persona a la cual él no le había podido comprobar ningún delito, ninguna falta, no había conversado con ese fulano, como él le decía. Sin embargo, lo conocía y había vivido un poco su vida. Que hacía, con quien comía, muchas veces se subió al metro y a los buses con él. Sus manos se llenaban de sudor tibio cuando pensaba en el destino de ese sujeto. Andrés Jorquera el verdadero nombre de este pobre imbécil se le repetía mentalmente, mientras alimentaba el odio por Gabriel. Quería llegar luego a su casa, abrazar y jugar un rato con su hijo y dormir lo que quedaba de la tarde y no pensar en nada, quería ver a sus hermanos y a su madre, olvidar y volver al quiosco a vender revistas y cigarrillos sueltos, por muy miserable que fuera vivir del sencillo de otros, sus entrañas no los dejaba respirar, su dedos temblaban como su conciencia.
Cuando le gritó en la cara a Gabriel su renuncio, se sintió aliviado, pero de inmediato quiso llegar a su casa, desaparecer de ese lugar y aparecer debajo del nogal de la casa de su madre, no quería entender ni que lo entendieran, quería su libertad de espacios cerrados, la seguridad de su familia y un beso tibio de su hijo.
En eso, camino a casa muy decidido y apurado, nervioso y temblando, explotaron en vuelo las pocas palomas a la entrada del metro y con sus ojos rojos de rabia quizás, sintió el disparo de una cámara fotográfica, un hombre corriendo escaleras abajo. Un dolor intenso en la espalda y en su pecho le impedían respirar, el buscaba en su bolsillo las monedas para su boleto, mientras miraba hacia el fondo y el hombre que corría desaparecía. Su camisa se manchaba y las costillas se le apretaban, él intentó llegar con su mano para tocar el dolor y sus monedas se cayeron rebotando sordas en la escalera cubierta de goma, intentó llegar al pasamanos, la gente bajaba y subía a la estación del metro, todos con lentes oscuros, su mano le mostró su vida en sangre, mientras él habría un poco la boca para tragar una gota de aire, se sonrió, movió los labios nombrando al parecer un nombre y cayó cinco peldaños abajo al infierno del metro.

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