Primero
En sexto año básico, la profesora de francés nos pedía que nos paráramos
arriba de nuestra silla a recitar un poema en francés, a todo el curso presente; cuarenta y cinco niños en la sala. El poema hablaba sobre el otoño; sobre las hojas cayendo en un mundo de
chocolate. Las sillas y mesas eran de madera, el piso también y el
cielo de la sala a unos cuatro o cinco metros de altura, hacía de la acústica
de la sala algo compleja. El eterno rechinar de los muebles, el golpeteo de las
suela de la profesora y el cuchicheo de
los compañeros, eran obstáculos ya advertidos por la profesora. Uno ventanales gigantes daban a la calle Santa
Rosa. Afuera y desde arriba de la silla
se podían ver los enormes álamos doblándose con el viento. Mis piernas temblaban me acuerdo. Había que sacar la voz en un idioma que es más
bien… suave. Al terminar marcaba el
cuaderno con un “très bien” o un “Excellent”
escrito en verde. Ella explicaba que con
ese color escribía Pablo Neruda y que a ella no le gustaba el lápiz rojo. Era un alivio el término de la poesía,
también el fin de la espera.
Al salir de clases, las calles estaban llenas de hojas.
Les
feuilles tombent et tombent
dans un monde de chocolat.
Este es el final del poema. Lo demás
no lo recuerdo.
Las latas
Un gato romano se atrapó
entre una latas de zinc en el patio de atrás, allá en la casa del nogal. Lloraba de forma terrible. El gato no era de los que habitaban la casa,
era un animal joven que no había visto antes y nunca supe si era macho o hembra. Estaba entre dos latas que el vecino de atrás
había levantado para mayor privacidad,
supongo. Había caído justo donde las
latas formaban una V. Gritaba, rugía y
no tenía donde apoyarse para salir de su desgracia, sus patas habían quedado
lejos del alcance de todo y parecía que su propio peso, ocasionaba que las
latas se le incrustaran a la altura de las costillas y lo lastimaran. Me acerqué. Había que ayudarlo. Le hablé para intentar calmarlo de alguna
forma. Quería que supiera que lo ayudaría.
No podría hacerme el desentendido, como que nada pasaba y dejarlo ahí,
gritando y sufriendo. Es lo que haría
cualquiera en mi posición, supongo. Podía
ver el dolor es sus expresivos ojos naranjos. Tampoco podía ir por ayuda, no
había mucho más tiempo. Me dejó
tocarlo. Me tuve que subir a unos
ladrillos arrumbados para acomodarme mejor. Cuando lo levanté para sacarlo, una
de sus patas me clavo cada garra en el dorso de la mano. Sentí un dolor agudo
como un shock eléctrico o como una quemadura de fierro caliente. En cualquier otra situación lo habría tirado
lejos, pero no podía dejar que cayera
otra vez entre las latas y por ayudarlo
terminaría peor. Eso lo pensé en
milisegundos, al parecer. Así que, al parecer superé mi instinto y lo levanté un
poco más; con las uñas clavadas en el dorso de mi mano y equilibrándome en los
ladrillos. Lo empujé al patio del
vecino. Se llevó un poco de mi piel en
las uñas, solo me queda una pequeña
cicatriz. Lo putié un buen rato, el
corrió desaforado por entre los árboles y no lo vi más, así que no me escuchó. No tengo pasta de superhéroe, pero a esa edad
uno es era más humano.
Tercero
Bonsái.
Hace años aprendí mucho de
los árboles, técnica de cultivos, formas, orígenes… Estudié el bonsái, en su
filosofía, su estética, su ética, su técnica…
Aprendí nombres científicos, familias, géneros, especies y
variedades. También de sus
“comportamientos” y/o reacciones. Me
aprendí cada una de sus partes y sus
formas, tipos de hojas, flores, reproducción…Me metí en los cuestionamientos y
en las críticas sobre la extracción de árboles de la naturaleza para ser
cultivados como bonsái. Se decía que era
como tomar un pájaro y enjaularlo, lo creí así también en ocasiones. Me cuestioné sobre el sufrimiento de un
árbol al practicar el descortezamiento o la defoliación.
Luego de un tiempo de
estudiar sus nombre y todas la técnicas, empecé a observarlos en su naturaleza,
podía verlos grandes e imponentes. Los
admiré y los admiro. Su fortaleza su
perseverancia, su porfía. Me gustaba
definir su “técnica” de cultivo de forma natural, si era Chokkan, Shakan o Han Kengai. Todavía cada cierto tiempo, miro un árbol
digo su nombre y el estilo de bonsái que tiene para crecer. Ya casi no cuido bonsái.
Lo hacía porque me calmaba
y porque creía que cada acierto y cada fracaso me ensañaban algo. Murieron mucho de ellos cuando comencé a
quedar sin tiempo. Eso fue lo último que
me enseñaron, mis pequeños bonsái. Que no puedo hacerme cargo de una vida, sino
tengo tiempo. Ni siquiera de la mía.
Ahora, tengo un bonsái de
una crassulas ovata, árbol de jade, y una portucalaria africana. Ambos exigen
pocos cuidados, casi no piden agua. Me
gusta observar los árboles y me empecé a interesar más por sus habitantes. Pájaros,
gatos, insectos y de alguna que otra persona, que saben que viven de ellos.
No sé muy bien porque les
cuento esto. Deben ser los haiku.
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